LA CAMA ENTRONIZADA

POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).

Felipe V y su esposa Isabel de Farnesio (Museo del Prado)

Nada más importante que transmitir el contenido de la historia por delante del continente. Es ahí, en la tramoya que embellece el contexto donde nace el infame relato histórico. Vayamos al contenido que el pasado nos entrega para aprender en un futuro de esperanza.

ARTÍCULO:

Cuando uno decide dedicarse a la investigación, docencia y divulgación de la Historia asume un compromiso con la verdad que nunca debería ser obviado. Centrado en la búsqueda de las fuentes primarias, su análisis y comprensión, desgrana lo allí contenido para, en un ejercicio de honestidad, transmitir lo colegido, aunque no concuerde con lo que se deseara haber encontrado. Fiel a la letra de la fuente primigenia, el historiador muestra el pasado en descarnado costillar, argumentando causas y consecuencias constitutivas del hecho histórico. Los estudiantes, ávidos de respuestas que enfrenten personas y circunstancias ante un espejo decorado con ese racionalismo aséptico y sistemático que tan bien supo describir Immanuel Kant, harán de esta profesión un deleite sin fin, provocando que el historiador disfrute tanto en la transferencia de conocimientos como en la consecución de aquellos.
Desgraciadamente, la vanidad del logro y la mentira escondida en cierto reconocimiento público impostado por medios de comunicación sometidos a la demanda y políticas necesitadas de un sustento argumental falaz que alimente una mentira eterna han venido pervirtiendo este noble oficio durante milenios. Cronistas e historiadores, lectores del pasado y maestros de la memoria han caído en la miserable mentira encubierta por la inducción del pasado. Establecida la tesis antes incluso de la búsqueda de las fuentes, el pasado escrito se retuerce en esfera ovoidal partida por una hipérbola mística hasta lograr que aquel documento sacado de qué-importa-el-lugar justifique un hecho diferencial, una nacionalidad eterna, una creencia sostenida por una leyenda transmutada en veraz sustento de un relato histórico.
Encerrados en la sombra que ese relato mezquino proyecta, los historiadores penamos entre la opinión interesada y el desprecio hacia la honestidad que entrega la ciencia a quien la practica, tratando de desfacer entuertos a diario en esta sociedad sometida a las mentiras historiadas que tan bien practican pseudo periodistas, literatos de pacotilla y sinvergüenzas profesionales subvencionados por la ortodoxia que corresponda. Hartos de desmontar inventos soportados por suposiciones, nos convertimos en defensores de las fuentes primarias deshuesadas, desenmascaradores de cuentistas y ficciones bien pagadas en cualquiera que sea el plano de la divulgación, transferencia o, lo que es más triste, de la educación.
Así me sentí hace unos días, paseando el Palacio Real de San Ildefonso con mi hijo Eduardo. Llegados a la sala principal del primer piso, esa que cae en el centro de la fachada que empezara Andrea Procaccini y terminaran Filippo Juvarra y su discípulo, Giovanni Battista Sacchetti, me detuve para admirar las increíbles vistas que unen un supuesto eje de ordenación barroca habitado por la bella Cascada de Jaspes y Mármoles y el murallón de la sierra de Guadarrama. Éste, a modo de fondo escénico, enmarca el sutil Pabellón Dorado, donde espero que alguna vez cantara el afamado castrato Carlo Broschi.
De pie frente el ventanal de balcón principal, caí en el silencio que determinados lugares merecen. Ya se sabe que, si la palabra no mejora lo que reportan los sentidos, es mucho mejor permanecer callado.
Allí plantado, deleitándome con el repiqueteo de los cristales agitados por la brisa serrana, sin saber a qué atenerme entre los verdes intensos de una masa boscosa agarrada a los roquedales de las Peñas Buitreras o los tenues tonos ora verdosos ora macilentos de las retamas ajadas por un estío interminable, me di cuenta de que mi hijo, aún desconocedor del placer que el silencio otorga a quien se extasía con el imperceptible tremor de la acícula negra que viste al tejo en la penumbra, llevaba un buen rato explicándome algo referente a la sala donde mi consciencia corría, sierra arriba, en pos de un anhelo nunca alcanzado. Ajeno a mi regocijo, el chaval estaba encelado en la explicación del ciclo mitológico de Eros y Psique representado en la bóveda que coronaba aquella sala. Volviéndome hacia su posición, seguí con cierto interés su discurso, un poco decepcionado con esas restauraciones que dejan las piezas en tal estado de renovación que parecen tan falsas como una promesa electoral.
Terminado el soliloquio, Eduardo me regaló esa sonrisa que los buenos estudiantes muestran al demostrar el aprovechamiento de la lección recibida. Sonrisa, por cierto, torcida en el momento en que pregunté por aquella cama que preside el espacio descomunal de la mayor de las habitaciones del piso principal del Palacio de San Ildefonso. Congelado aquel espacio en el reinado de Felipe V, fundador de dinastía y Real Sitio, aquella habitación era protagonizada por una cama que, a modo de trono, explicaba la locura que poseyó al primero de los Borbón patrios desde 1733, a decir del Epítome de su reinado custodiado en el Archivo General de Palacio.
Traumatizado por la vuelta al trono tras la abdicación de 1724, el monarca había caído en una profunda depresión agravada seguramente por los tremendos calores sevillanos soportados durante su estancia en aquella maravillosa ciudad, lo que le llevó a vivir de noche y dormir de día. Por esa razón, la sala que debiera haber sido del trono, presenta una cama entronizada donde, en ropa de dormir y con la reina al lado, recibía aquel regio orate a cuantos emisarios, embajadores y suplicantes se dejaban caer por el palacio de San Ildefonso en esos turbios años del rey loco. Aposentada la cama en el centro de la sala, aparece flanqueada por los sillones de los secretarios de estado y ministros que debían penar el gobierno de una nación dirigida entre los vapores de un rey perdido en la irrealidad y un cuerpo político convencido de la necesidad de mantener aquel paripé antes que conformar un consejo de regencia.
Nada de aquello había sido transmitido a mi hijo en la visita escolar acaecida meses atrás y nada aparecía en texto alguno o reseña entre la información de contexto ofrecida a los visitantes de tan singular palacio. Para mi desgracia, fui consciente de que todos, estudiantes y visitantes, turistas y jóvenes hambrientos de saber, pasaban por aquella extraña sala sin entender que la Historia languidece si no se atiende a sus alertas, si no se entrega su entendimiento a quien lo precisa.
Prisioneros de la estulte falacia que el relato histórico interesado pergeña para todos nosotros, necios pasajeros de un cuento mendaz, la sala de la cama entronizada del Palacio Real de San Ildefonso se transmuta así en un edulcorado mito de dos necios diletantes preocupados por alcanzar el sexo desenfrenado oculto en un estúpido enamoramiento mal restaurado, todo ello envuelto en un silencio absurdo, alimento de la ignorancia constitutiva de una sociedad que nada cree deber a un pasado que la ha de perseguir sin esperanza alguna.

FUENTE: https://www.eladelantado.com/opinion/tribuna/la-cama-entronizada/?fbclid=IwAR3Vu8bI3w6WnJH-PHQpUDmOHfLHfs8xSOavQQtF244RtrfsHRuUVlw_dKI

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