POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
De un tiempo a esta parte, durante el transcurso de mis múltiples excursiones y paseos varios por el Paraíso, vengo observando con cierto temor el aspecto que el pinar y bosque de Valsaín está tomando. Ramas, árboles caídos, roña de los pinos y demás desperdicios que el bosque regala, acaban dormitando en laderas de quebradas, majadas, vallejuelos, veredas, crestas y lomas de mi querido Edén. Sorprende, sobre todas las cosas, encontrarse troncos enteros disfrutando del descanso de los justos sin que nadie se ocupe de ellos.
De la Chorranca al Pino Bonito; de la Majada de Rompe a la Fuente del Tío Levita; Del arroyo del Infierno al Pino del Tío de la Bota e, incluso, al Cojón de Pacheco, el aspecto del bosque es cada vez más descuidado. En cada paso, cierto resquemor se apodera paulatinamente del que suscribe, poco dado a las conjeturas, pero un poco atemorizado por el qué puede pasar si no se pone remedio. Hace un par de meses, por poner un ejemplo, un álamo, tronzado por el viento y la mucha lluvia, acabó desplomándose en uno de los puentecillos de madera que salva la primera de las escorrentías que separan La Granja de La Pradera de Navalhorno. Vimos cómo el retén correspondiente habilitaba el paso. Del pobre difunto vegetal, nada de nada. Ahí sigue, su natural tono marrón transformado en un verde putrefacto de los más inquietante.
Uno que, como bien dice mi Compadre, el Sr. Bellette, no puede evitar ser Cronista todas las horas del día, esté despierto o no, rápidamente buscó un acaso en el pasado que explicara la diferencia de panoramas que el tiempo nos ha traído. Causas que justifiquen la dejadez y abandono al que parece estar sometido el bosque, cada día más parecido al temible Fangorn de la Tierra Media, tan bien descrito por mi adorado Tolkien. Y la única conclusión a la que puedo llegar, tornando mi pensamiento sofista en matemático, se resume en la desaparición de una variable del sistema. Como habrán podido adivinar por el título, esa base desaparecida de la ecuación no es otra que los gabarreros de Valsaín y La Pradera de Navalhorno.
Auténticos médicos de atención primaria del pinar, durante siglos, cargando de desperdicios sus caballerías, los gabarreros fueron preocupándose de limpiar aquel Paraíso intemporal, tornándolo en impoluto vergel donde los privilegiados pudieran disfrutar de las bondades de un bosque bendecido. De los anónimos habitantes de los bosques que a finales del siglo XIII pechaban unas veces al cabildo, otras al rey y las más de ellas a la Junta de Nobles linajes de Segovia, a los De La Peña a principios del XVIII o los Trilla, Sastre, Martín, Goya y tantos otros que desde el XIX a la actualidad han bregado con el pinar, generaciones y sagas familiares de aquellos núcleos de mi Real Sitio han sufrido las cuestas y cárcavas, los fríos y calores, las nieves y vendavales en beneficio del patrimonio natural que hoy disfrutamos, Reserva de la Biosfera, y virgen en lo que a incendios se refiere. Por lo que a mí respecta, gracias a ellos he podido, en gran medida, conocer y, sobre todo, respetar el bosque. Y hacerlo respetar, educando, que no enseñando, a mis alumnos, como ellos lo hicieron conmigo.
Ahora bien, la dureza del oficio, la soledad, hizo de aquellos faunos del pinar hombres duros y de pocas palabras, de miradas eternas y expresivas sin saliva que gastar. Para mi fortuna hubo dos que gastaron su tiempo en transmitirme parte de su experiencia. Del primero de ellos, Tomás Artola, ya he hablado largo y tendido en las páginas de este centenario diario. El segundo, mi querido amigo Felipe Martín, merece un renglón igualmente agradecido de este humilde Cronista.
Con sabia paciencia supo transmitirme, en los años que compartimos almuerzos y calores en los hornos de la Real Fábrica de Cristales, aquel amor imperecedero por el pinar como causa y fin de sus alegrías y desgracias. Allí se fogueó en la juventud y acostumbró al espinazo a doblarse en la madurez. Por sus empinadas cuestas, hacha en mano, desgranó ese divino tesoro, alimentando pinos, robles y manantiales. Y algún que otro disgusto, escondido en la umbría para no ser visto por los guardas en los años de la miseria o persiguiendo alguna vaca revoltosa por los altos con la mula cargada hasta los topes. De todas sus aventuras, ninguna como su enfrentamiento con el temible Dimitri Grigoroff Ivanoff, primer administrador del Patrimonio Nacional tras el fin de la Guerra Civil Española. Desde luego, llamar «tío ruso» a un búlgaro naturalizado español, veterano de la Legión Extranjera de José Millán Astray, y curtido en la Guerra Civil Española, tuvo su aquel, oiga.
Pasados los años, perdido su vigor en favor del titánico esfuerzo familiar, cada vez que le veo vuelven a mí aquellos relatos de los años bárbaros que algún día habré de plasmar negro sobre blanco. Y en los surcos que el paso del tiempo ha ido dejando en su rostro he ido viendo la necesidad que de los gabarreros sigue teniendo nuestro querido bosque. Las dificultades que la administración impone a su labor, adscrita al corsé que la legislación dibuja en una simbiosis natural durante milenios, ha ido alejando a los gabarreros de su estatus primigenio que nunca debieron dejar. De la imposibilidad de ejercer su función a las prohibiciones de gabarrería durante los fines de semana o los permisos para recónditos y alejadísimos lugares, a la contracción del mercado, de forma lenta pero constante, los gabarreros han ido languideciendo hasta convertirse en patrimonio de científicos e investigadores culturales.
Hoy día, en un presente siniestro, se puede ver a los miles de turistas cazadores de fotografías y pisadores de setas de todas las especies, asombrados y perplejos, mirando los hitos que adornan Valsaín, cargaderos de leña y potros de herrar caballerías. Me pregunto cuándo podrán ver a un gabarrero de verdad, si tendrán esa suerte en los años venideros o tendremos que crear un Centro de Interpretación de la Tradición Gabarrera.
Lamentaré tener que asistir a tamaño despropósito, mientras el bosque languidece, comido por la inmundicia inútil, recurso bendecido en tantos lugares del mundo y, por lo que parece, objeto de estudio de antropólogos y etnólogos.
Si tal cosa llegara a ocurrir, la verdad, no sé cómo podré explicárselo a mi amigo Felipe, el Gabarrero. Sí su media sonrisa me mortificará y esa mirada triste y caída apagará algo de mi entusiasmo. En cualquier caso, como ellos con la vida, no permitiré que el desánimo me domine y esperaré, ansioso, volver a cruzarme con uno de ellos entre pinares y riachuelos; quebradas y peñotas; praderas y majadas; con la esperanza de que no todas las tradiciones acaban por perderse.
Fuente: EL ADELANTADO DE SEGOVIA – Tribuna. Segovia, 21 de octubre de 2014
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