CASTILLA CON RIAZA DE FONDO (UN VIAJE ESTIVAL) (PARTE 1)

POR FULGENCIO SAURA MIRA, CRONISTA OFICIAL DE FORTUNA (MURCIA)

Esta vez el cronista  no se puede contener ante la inmensa cantidad de paisaje y pueblos  que conforman eso que se llama Castilla, completa, enervante, renacida, todavía inédita, que se añade a villas  en torno a Ayllón, Sepúlveda, Fresno de Candespina; caseríos que rondan por las estribaciones de Riaza que es una cita necesaria: un pueblo que huele a montaña y bosque, a río que no se contiene desde su nacimiento en La Pedrosa, donde las hayas gigantes hacen guardia eterna a la fuente de su nacimiento, hasta consumirse en el Duero mágico. Y en ese mismo lugar de nube y voces de verdoso bosque milenario, yacen las cenizas de Juan Estremera, porque su juventud la pasó tomando conciencia de la gravedad del sitio, de su majestad embadurnada de giros de agua y potencia de árboles recreados por las musas del lugar.

 En los años ochenta del pasado siglo, me dijo el compañero  que volviera siempre a Riaza para escuchar la poesía de las hayas flotando en el aire de la vida; allí donde una  vez pinté a su lado un tronco delicioso de este árbol gestal y épico. Y entonces, en aquellos instantes de juventud pude soñar, rondar la astucia de ese episodio estético que se llama Riaza donde todo esboza la gracia y presencia de un pueblo medieval con sus casitas de tejados bermellón y las mejores vistas a la montaña, con sus relieves de un azul prístino y verdes de  enérgico semblante, como si en esas zonas la naturaleza estimulara sus mejores galas: vestiduras de arrogancia y virginidad que nos envuelve en su misterio y bondad.

Ya hace años, quizás demasiados, pude hallar la dimensión estricta de la aventura sin amputar el anhelo del ser por inundarse del efluvio de la naturaleza,  la esencia del paisaje que se domina;  la capacidad de los pueblos por mantener  su identidad. Y entendí la gracia, el fervor de los caseríos castellanos que se aíslan, esperan la mirada del escritor y poeta para desasirse de su humildad y dejarse llevar por eso que integra su historia, o mejor dicho, su intrahistoria, que es su mejor legado, la potencia que nos habla de su ayer, su digna apostura, su completa lealtad a una forma de ser, enlace con el poder de una época de caballeros  y fijosdalgo, de monarca y valido revolviéndose en el cadalso.

Quiero decir, que estos pueblos que se apagan desgraciadamente, pueblos que se nutren de detalles, de encuentros y citas  de tratos entre nobles y plebeyos, a pesar de su languidez, dejan su huella, entera lealtad a lo que fueron. Quedan unidos a su crónica que alguien hace entre sueños de miradas y latidos históricos; los pueblos castellanos de esta Extremadura de la Mancha, para soñar con ellos, arroparse con su estigma: esa quietud que asola los campos, láminas amarillas del recién cogido trigal, terraje de mineral que cohabita con el girasol de milagros soleados, y el receptáculo de las iglesitas que dejan sus espadañas para morada de las cigüeñas danzarinas de un ballet delicado.

El  cronista, que se tiene como tal, no puede por menos que agradecer al tiempo que nos arrastra al final, como un río sempiterno, la señal de vida y belleza que confiere el silencio festivo de lo que comprende el alfoz de Riaza. Su llegada me embriaga al notar sus casas construidas  a la usanza de una arquitectura de hace siglos, sus tejados bermellones que han aprendido a recoger el agua de lluvias infinitas, fijar nevadas en sus esquinazos, que en los inviernos dejan caer estalagtitas de cristal.

 Admiro, de nuevo sus muros envejecidos, la plaza circular y los soportales que  acogen  al forastero con ternura: sus columnatas fijan la gravedad de las estancias a las que los bares le dan gracia y señalan citas de un estar atento al paso de las horas. Antaño esta plaza era encuentro festivo donde la corrida de toros formaba parte de la fiesta en el mismo sitio donde quedaba la Horca, que imponía. Pues que la plaza de recónditos sucesos que obran en el Archivo concejil, mostraba su honda resonancia en sincronía con el corazón de la villa delatada en el buen hacer de los ediles de la Casa Consistorial, dieciochesca, con su portada y el reloj de los labriegos en un remate de filigrana. Ese estar  en la plaza de Riaza es una acrobacia sencilla, ya que al instante deja su identidad en el viejo  encuentro de  mercaderes, con la presencia de  carros que la decoraban y hacía participar a los vecinos en cuitas mercantiles.

Riaza es una nota de color, un paseo de remanso por sus calles con edificios y balconadas de madera, con huertecillos templados al tono del espacio. Es la montaña que se domina desde nuestro cuarto alquilado por varias noches en un  hotelito adosado a los soportales.

 No puedo por menos, pues así me lo ordena mi corazón y según lo acostumbrado, que  abrir el balcón   y  dejar que la luz y el encanto de la villa entre con  intensidad en la habitación. Es una forma de tomar contacto con el paisaje,  recuperar el pasado en ocasiones vividas. Busco, en ese instante el aire, el color, el sabor del agua que el grifo derrama, fresca como la vida. Una vez allí  todo se hace familiar como si  el paisaje, el hotel, las cosas que  obran en su interior  tomaran una dimensión distinta, como si estuviera cada objeto esperándonos.

La mañana  deja una vista solemne, brillante, que trasluce y acomoda los encuadres. Queda la montaña al fondo, de un color azul turquesa, elevándose hacia el cielo. En primer término aparecen unos pinos de galana apostura con ramas graciosas que se enredan con los tejados enrojecidos de las viviendas, dejando matices  varios  en el paisaje.

 Una vez en el aposento  me entretengo  en seccionar lo que oteo, desde la cúspide de la montaña de azules y verdes suaves a los primeros términos de escuetas casas y otros chalets  sin lustre alguno. Con ello me inundé de ese aire que viene de Hontanares, de prados olvidados. Retengo aún la claridad del momento, la beatitud de la horas que parecían instantes de una bella consagración de la naturaleza. Estaba en la villa de los viejos Señores de Maqueda, nobles limados por el flujo de los privilegios desusados. Me encontraba en el mundo de la belleza salpicada de briosas luces de verde esmeralda y  color  majenta de los tejados; me encontraba entre  amarillos de lujo y  sabor a frambuesa, entre robledales perfectos y hayedos traídos del Olimpo. Allí arriba donde  se huele a viento y río, que es agua en devenir. 

En ese momento cierro el balcón y el último rayo del sol penetra como una pincelada de G. Menzel. La mañana aparecía fluida, distinta. El pueblo quedaba encerrado en ese cuarto de vistas y luz entrañable, aprisionado en mi mente, como algo que no quisiera olvidar: unas sensaciones que fueron creciendo y dando sentido a un pasado que se hacía presente.

 El pueblo estaba allí mismo con su plaza, La Casa Consistorial y la iglesia cuadrada y recia con su campanario, cuyas campanas latían en llamada a la misa acostumbrada. Unas mujeres de negro acudían al templo de la Virgen del Manto, patrona de la villa, iban con sus rosarios y el rostro hundido, meditando en la prédica y en la necesidad del perdón de sus pecados. Allí permanecía, junto al castaño familiar, la cruz acogedora del siglo XVI, una cruz de camino tosca, erguida, solemne. Me daba cuenta que el misterio sigue, que todavía se escucha el latido de la fe que permanece con la potencia de sus antepasados. Es confortable retener esa estampa de templo y cruz, de Altar Mayor barroco y capillas adosadas para el fervor de los feligreses. Y sobre el Altar se aposentaba la Virgen del Manto, tan querida por el riazeños creadora de su fe buscada y encontrada a cada hora.

 Y este amoroso encuentro con Riaza, que es cita necesaria, voz escuchada en largas conversaciones sostenidas con pastores, me traía como un silencio de algo añadido que eran viejas palabras del poeta asolado ahora por la muerte. Todo quedaba en su estancia primeriza y mi corazón se abría a lo inesperado, a la presencia de recuerdos atados a un tiempo que fue, a unos años de viejas sendas y poesía holgazaneando por los prados inacabables de Castilla. 

 No podía faltar la comida en casa de Arturo que daba fe de nuestra llegada al lugar. No podía ser menos como ayudarle a recoger el buen asado de cordero en el famoso Horno de Macario, que es como decir  el mejor sitio donde se utiliza el horno fijo alimentado por madera de roble, que es decirlo todo. El hombre mantiene el horno con la solera de sus padres y abuelos que eran famosos por ello. En el interior de ese obrador el olor se hacía protagonista, era como respirar el viento de la sierra, escuchar la esquila del rebaño. Y el mismo Macario retozaba esa alegría de saber lo que hace y que además lo hace bien. Al salir a la calle las casas y los tejados animaban a saborear el condimento portado en una sartén enjundiosa,  mientras el sol apretaba en esas horas del mediodía en que se apetece la sabrosa pitanza y el buen vino de la tierra. 

 Riaza es una sensación de bosque y pradera, agua brotando en la fuente escondida en el rumor de siglos que son su pasado y su misterio. Volver a esta villa de ganado y pastoreo  es destacar el hálito de una querencia cumplida; permanecer en el entusiasmo que tuvimos una vez entre la gracia del chopo y la gravedad de una sabina de tronco primitivo, arqueadas ramas y raíces milenarias que nos acogen como un anciano en su hogar. Pero ya antes, el camino nos va indicando la soltura inmaculada de esta naturaleza abierta al pasar por  esos pueblecitos como Valderacete, Villarejo Belmonte, San Agustin de Guadalix, la Cabrera, Buitrago de Lozolla, que es una postal de agua y torre menuda. Y después Cerezo de Abajo y de Arriba nos sitúa en su término como si estos pueblos nos brindaran la razón perfecta de una villa con solera. 

Y bien que la tuvo a lo largo de su historia que buscamos en su paisaje, geografía, recoletos escudos que nos hablan de hidalgos y nobles que sintieron su embrujo, supieron de pleitos por mantener sus derechos de pasto, de madera y leña, de portazgo en una libertad de gozar de sus sierras y romerías; de encontrarse en plenitud de naturaleza y mirar la luna o dejarse llevar por el fragor del agua.

Solo que en este tiempo todo ha cambiado, tan solo quedan los nombres que el cronista nos señala en sus investigaciones, están en las actas de su Archivo y en los viejos fueros que los reyes castellanos le fueron aplicando, ello desde que Sepúlveda tuvo su fuero en el año 1071, y ya fijó sus límites y jurisdicción como adalid de las Comunidades de villa y tierra.

Y  sin  medida ni tono nos viene de inmediato el sentido del origen de Castilla con sus campos que amarillean y derrumban entre sus tierras opacas que se despabilan o corrompen por la desidia y sin razón del mal llamado honor, que se consolidó  entre sus ciudadanos, familias linajudas en sus  versiones  hechas romance, una vez que Fernán González, el famoso Conde, deja abiertas las puertas de la planicie de castillos ganados al árabe.  Castella, de formato hecho al trance de gestas y duelos que terminan en absoluta tragedia de sangre. Pues no otro es el romance que comienza:

“Matáronme un cocinero.

So faldas de mi brial:

Si desto no me vengares.

Yo mora me he de tornar.”

Es la seña de un acontecer dramático que rubrica un episodio castellano en las cabezas de los Infantes de Lara. Y la odisea por estos campos de héroes y místicos, se encierra en capítulos que nos refieren nombres y hechos; los de García Fernández  y sus hijos Elvira y Sancho, conde de Castilla que inicia la rama de los AlfonsoS: el quinto, por el matrimonio de Elvira con Bermudo II. Que el nombre de la reina Urraca   daría para narraciones extensas  de rencillas y victorias cristianas  y donde los nombres de personajes como el conde de Candespina, Gómez Gonzalez, nos dejan hechos históricos como la batalla entre  castellanos y aragoneses que se avistan en el Campo de Espina, a orillas de Sepúlveda, con la derrota del  castellano. De catadura romántica es el suceso de la reina con su hijo Alfonso Raimundo al que quiso hacer rey de Galicia, y suerte corrió al ser salvado por el Obispo Gelmírez haciéndolo salir de ese país, posible victima de los de Aragón, lo que termina con los pactos de la reina con Alfonso de Aragón, con intervención del Papa Pascual  II.

 Trozos de la historia son estos que nos hablan de pactos entre bandos opuestos, de conquistas y tragedias, de castillos elevados sobre colinas y el Cid cabalgando en disposición de arropar a su rey, al que siempre le fue fiel.

Aparece  de tal guisa una crónica  que se conecta con el paisaje, con los pueblos que formaron el alfoz de Riaza. Penetrar en ellos, rozar su piel cerca de Sepúlveda, Ayllón o Fresno de Cantespino, Maderuelo; es intuir la fragancia, la raíz de un paisaje donde se asienta una página de nuestra historia de España, la más honda y agitada que nos enseña el valor de una sociedad envuelta en  reyertas continuas y donde el tema de la muerte y la fortuna aparece en sus poetas, como el amor de juegos eróticos y  los romances apergaminados  que inquietos bululús relatan en sus periplos por los pueblos castellanos. Estos son lugares para  la investigación de sus iglesitas románicas, de la Orden del Temple que se esconden entre arcadas platerescas y plazas donde aún se puede ver el Rollo o la Horca entre arcos que nos invitan a conocer la villa con  sus calles elevadas, sus vecinos que te hablan de leyendas que se olvidaron y amores que yacen en los cementerios místicos.  

 Y bien que nos emocionan los pueblos  que forjaban el alfoz o término riaceño en su tiempo, cuando la villa pertenecía al señorío eclesiástico de Segovia, cuyo Obispo le otorgara privilegios hasta que Juan II la adquirió, aunque no por mucho tiempo, al donarla a su Condestable Álvaro de Luna en el siglo XIV: personaje este tan siniestro como su final en el cadalso de la plaza de Valladolid. Pero bien que tuvo la villa el dominio de bosques y prados cual lo señalan sus viejas Ordenanzas de los siglos XVI y XVIII  otorgados por los monarcas. Montes y derechos de leña y madera, de caza y portazgo que se recogen en un libro muy completo del cronista  Cerezo Estremera, autor de una  historia sobre la villa, donde nos descubre al detalle las franquicias reales que poseía Riaza, su potencial riqueza otorgada sobre tierras de Sepúlveda, Fresno y Ayllón, como los  pleitos que tuvo con  estas ciudades por razón de usurpación de unas y otras en sus derechos. 

 No cabe duda, lo sentimos de tal guisa, que la villa nos perfila una serie ingente de elementos naturales que se hace ocasión del goce como forma de disfrutar  su patrimonio. Es el bosque, la pradera, el río, la campiña, lo que pone su timbre  de honor en esa recreación de la vida. En ese comprender una realidad que trasciende, se forja aliento del alma, romería de la vista hacia los tonos que se apoderan de sus pueblecitos, villas apartadas un tanto vestidas de rojo o de pizarra, por ese encanto mineral de la tierra  que tanto nos atrae.

 Y en ese caminar por el paisaje cabe el río, que menudo es al principio y estira en su devenir hacia el Duero en prolongados remansos que sirven de espejo a las choperas. Pero entre tanto el sendero despide el aroma de una flora fértil donde el roble y la sabina emplean su orgullo en admirarnos mientras el horizonte se va cubriendo de rosa pálido que nos indica la hora del crepúsculo. Todavía se advierte el roce de un rayo de sol sobre la espadaña del pueblo que avistamos. Aparece de pronto una imagen  de pergamino adosado a la fachada de iglesia abandonada. La tarde lo perfila con pinceladas doradas que semejan esmaltes polícromos. El viejo templo Se eleva con sus dos campanas solitarias. Están  expectantes, preparadas para el toque festivo, la oración esperada. Laten con distinto sonido y se escuchan en aldeas vecinales. Ahora la iglesia queda amodorrada al quicio del camino, en el interior el pueblo sabe esperar, dejarse llevar por ese tiempo que se queda en los huertos y resbala por las fachadas de sus casas de piedra.

Llegamos al caserío de Martin  Muñoz con la tarde perdiéndose. El sol se deja dormitar por el campo recién segado, ya los segadores han cumplido su faena iniciada en junio. Menudea por sus esquinas la mies recién cogida, guardada en gavillas por el agricultor, y da gusto mirar este empaste de amarillo junto a los girasoles, flores redondas que se van tornando hacia el sol, heliotropo que nos señala el paso de las horas: unas flores que reclaman la pincelada del pintor impresionista.

 Y entre tanto nos dirigimos al interior del  pueblo con sus casitas pertrechadas en su letargo, apenas señalando el sendero que nos conduce a la iglesia que se encuentra en  un prado donde se eleva la fachada  con la espadaña henchida de un color amarillento. El sol apetece esta superficie para inflamarse de orgullo. Es bueno mirar este documento de piedra un tanto  apartado para dar con su imagen que es un regalo de la vista. La tarde deja un aroma de bondad y belleza que se inyecta en el paisaje que verdea sobre los ángulos del templo: soberbia pieza de un románico sedentario y donde la fachada acusa su noble remanso. Uno se encuentra bien en ese sitio al que hace años acudimos con otro talante, sentimos el clamor de viejos momentos turbados por el color y la gracia de este sillar que se remata con una cruz donde las cigüeñas hacen sus nidos, se nota en su altura la sublime morada de esta ave peregrina que busca el calor de estas iglesias castellanas.

La luz en ese instante irrumpe como un haz de colores que se acoplan en un encaje soberbio de azules y grises que verdean por las montañas del horizonte. Mientras tanto el viento de julio fluye por el rostro como si fuera una caricia divina. Pienso, mientras oteo esta inmensidad de trasparencias, de montañas que se cruzan entre sí; de  prados que dejan su textura blanda, por donde se avista un rebaño de ovejas merinas; que estoy en un lugar donde habitan los dioses, y entonces sigo mirando por los costados, oliendo  a mies y agua que se retiene en una hondonada. Y vuelvo a entonar una plegaria como modo de abrirme al Dios  que creó este mundo que nos acoge, al que el hombre va destruyendo por su insensatez. Busco la solemne espadaña del templo con su campanario y me inclino ante su soberbia pose, farallón de piedra donde se ubican las cigüeñas en lo alto para mirar las montañas, que son tan inmensas como mis pensamientos que van creciendo ante este espectáculo de enorme belleza. Busco como el girasol, la ruta del sol que mengua y me encuentro bien allí, en el pueblo, entre los prados que me evocan pasajes bíblicos, y las casitas  de piedra roja que quedan  entre los robles y  sendas que nos llevan a los bosques de las sierras cercanas.

Hay que continuar hacia otras villas que nos esperan antes de que el sol  trascienda en el horizonte,  y sin embargo me encuentro bien en el pueblo donde se intuye una soledad de vecindad que huele a madera de roble y agua que baja por la pendiente, donde la calleja se llena de verde que impide  ver los tejados bermellón de sus casas de cuento. Y aún quisiera meterme en cada mansión, mirar los muebles y ver sus venerables fotografías de personajes con sus mantones negros, quizás en esos retratos hallemos la esencia de esta tierra de oveja merina, de trashumancia y la mies acariciada por el viento. Pienso que cuando entramos en una de estas moradas, cuando nuestros pies pisen sus umbrales, estamos ante un hogar de Castilla henchida de duendes y almas muertas que nos quieren indicar muchas cosas, nos hablan de vivos y muertos, de abuelos que sostuvieron la azada y trajeron a sus casas el aroma del bosque, la nieve de la sierra.

 El pueblo retiene algo que es acaso la luz de la tarde, la claridad de los azules que invaden las esquinas; quizás es el misterio de   los portones cerrados y las piedras rojizas de las casas. Y mientras camino en ese trayecto corto  me sale al paso Paulino, con su cayado y su gorra y su edad que pasa de los noventa años. Acaba de salir de su vivienda y se sorprende  que vaya con el bloc de apuntes; un cuaderno repleto de dibujos rápidos y notas tomadas a lápiz. Hablo con él un tanto y me cuenta que fue esquilador en su juventud y ajustaba cuentas con los pastores en tiempos oportunos. Apenas puede hablar con él que seguía  su paseo acostumbrado. Paulino es un auténtico hombre de la tierra, en su rostro se perfila la austeridad castellana, la soledad del ser que se nota anciano. Pero la vida, sin embargo estaba allí, en el pueblo recogido junto a la  espadaña donde se citan las cigüeñas, aves peregrinas que saben de lejanías infinitas. Mientras camino observo en una rinconada de la plaza una piedra sobre la que hay una inscripción  dirigida a la memoria de D. Hobert Van Dronant, por su dedicación al pueblo, y termina con lo mejor que se le puede decir a una persona: “ Martín Múñoz no te olvida”.

SIGUE EL TRAYECTO.

 El tiempo va sesgando las horas y hay que seguir hacia villas cercanas que ostentan su silencio; esa soledad que queda incrustada en las paredes, en las fachadas de templos olvidados. O a mi me lo parece, como la aldea de Villacorta que formaba parte del término riaceño, al menos en el siglo once, cuando se empezó a poblar esta zona y tomar carácter a través de los fueros, documentos del monarca que daba competencia a la villa. Su nombre nos indica la mesura de su identidad en un mensaje de serena paz que se ajusta a su torre enrojecida y el campanario que se eleva para mostrar una imagen de la virgen. En la plaza un banco y un viejo sentado con su gallado. Está pensando. En una esquina un bar deja la figura de unos extranjeros que toman un refresco. La plaza se encalla entre callejas con sus portalones cerrados, sus ventanas apagadas. Unas mujeres salen de una vivienda y me acerco a ellas para saludarlas y preguntarles  sobre el pueblo, sus silencios, sus festejos, sus cosas más íntimas. Sé que toda esta retahíla no se puede aprehender en unos minutos, ni siquiera en una larga tarde. Pero  es tanta mi necesidad de investigar sobre esta villa segoviana, tan misteriosa, tan envuelta en esa magia que mantiene esta tierra, que era posible atreverme a buscar a alguien que me contase, en un instante, lo que apenas se sabe: aquellas cosas que menudean en sutiles conversaciones diarias.

 Las  mujeres llevaban consigo la voz del pueblo, conocían el sabor de sus mañanas y tardes, la sensación de calor y del frío que se inserta en la nieve que cubre sus tejados en los meses invernales. Sus rostros mostraban ese pasado contenido en unas vidas forjadas en ese espacio de villa donde cada hora es un mensaje distinto. Fue en esos segundos cuando una de las mujeres me indicó que en casa cercana habitaba la persona que podía trazarme la  singular crónica de  sus festejos. Y en ese instante pude sentir el hallazgo de algo inédito que tan solo el hombre de la villa sabía, podía describirme con todo  detalle. Sin duda que el dueño del bar estaba inmerso en las fiestas del pueblo dedicadas a san Roque, y por ello cada 13 de agosto la gente se aglutina, disfruta de ese ceremonial que tiene como escenario la plaza y  sus balcones y calles repletas de forasteros.

Es la fiesta donde se celebra la Enramada que es típica de Segovia, tan sugestiva como su paisaje pleno de fecundos bosques y prados, de recio encuentro con la naturaleza, en ese mes agosteño donde la gente sale a la tierra a disfrutar. San Roque es el santo más popular y a su amparo se celebran numerosos festejos que ensalzan la fecundidad de la tierra, el triunfo de la cosecha, la alegría del campesino enlazada con el amor hacia sus mujeres y la galana majestad de la flora que se encierra en el hecho de forjar ramos de vegetal en una decoración majestuosa, que los mozos entregan a sus amadas encaramándose al  balcón afortunado donde habita su amada que sale a su encuentro; lo que supone que el novio la conquiste en ese gesto de decorar el balcón con los ramos. Son tres los balcones que se escogen entre los mozos del logar como cita para dar con la dona que espera a ser engalanada, lo que suele hacer el novio con toda soltura como lo hacían  sus padres y abuelos. Y es en el balcón donde se encuentra la moza buscada, donde se la enrama, se la hermosea como reina de la flora, que es algo que penetra en las raíces del pueblo, de la esencia segoviana, como dádiva del corazón a la mujer que se ama. Significa la entrega por el novio  de su amor  a su futura esposa. Y es en ese encaramarse al balcón y llevar los ramos a la amada lo que se hace con la alegría consumada en la aquiescencia de la moza que recibe fielmente a su galán. Pero ello va amalgamado con otros actos que se implican en el hacer del festejo. De indudable interés  es la subida del carro de ramos por los mozos,  por la calle principal como el hecho de que cuatro de ellos se quedan en la puerta de la iglesia en cuyo interior se aposenta el santo en espera de ser sacado a la calle. 

Es En ese momento cuando suben por la calle el pregonero a caballo, como los viejos heraldos que anunciaban la fiesta, junto con el  Alguacil, muestra de autoridad y solemne encuentro en la plaza. Es allí donde el pregonero rodeado de la gente  lee el clásico pregón sosteniendo en sus manos un pliego a modo de legajo, momento en el que da inicio a la lectura de una poesía sobre la bondad y belleza de la fiesta, la  necesidad de unirse los vecinos en torno al santo para agradecer la buena cosecha. Al terminar, este personaje insólito entrega  las llaves  a un muchacho dispuesto a abrir la puerta de la iglesia, instante en el que los cuatro que esperaban allí proceden a esta ceremonia de sacar a San Roque a los toques de las campanas. Y sigue la ceremonia con la presencia de un arco de ramas que los mozos han preparado previamente  y el paso por él  de las mozas ataviadas con los vestidos de fiesta, aparecen de nuevo  subiendo por la calle llevando un  que ofrecen al santo al que le entrega una poesía. El ritual se termina con cánticos al son de la jota y danzas que ponen alegría y calor entrañable entre los vecinos apiñados junto a su santo patrón.

No puede ser más atractiva la conjunción de religiosidad y participación cívico vecinal en sus días festivos dedicados al santo francés, quien huyó de los placeres mundanos y se dedicó a consolar a los leprosos y moribundos de la peste; santo que se le representa acompañado de un perro que cada mañana le llevaba un trozo de pan, pues una fuente había donde beber. El sentido de este festejo que abunda en los pueblos segovianos se decanta en esa simbiosis de la naturaleza y lo religioso, en una explosión de la tierra que en el verano entrega su hermosura al hombre que la habita. El bosque, los prados son el centro de esta dedicación de festival que se une al fervor del vecino hacia su patrono que vela por el bien de sus cosechas. La traída  de troncos enramados al pueblo para engalanar los tres balcones, el arco floral bajo el que pasan las mozas; son puro reflejo de esta fecundidad celebrada por los vecinos, pregonada por el encargado de este oficio que sobre un caballo se dirige a la comunidad. El niño, los cuatro mozos que sacan al patrón del templo; todo son detalles que se incrustan en el boato de ese ritual que forma parte de la esencia de Villacorta en sus momentos lúdicos.

 Hay que seguir hacia otros parajes que nos deleiten, pues estamos prestos a ello para intuir la poesía de la que me hablaba Juan Estremera, amante del paisaje, de sus hayedos y fuentes que Garcilaso cantó en sus elegías, del tronco del olmo  ( ulmus) sesgado por el rayo al que se refiere Machado. Uno de esos olmos recios, acogedor y generoso quedaba en la placeta de Sepúlveda cerca del santuario de la Virgen de la Peña: árbol soberbio que se lo llevó la apatía y sin razón, pues quien no cuida de un árbol se aleja de la humanidad.

 Nos esperan pueblos abandonados,  villas de comunidad y tierra acaso olvidadas pero que dejan su huella imponderable y que nos evoca la auténtica historia concejil castellana integrada en comunidades gobernadas por ellas, tierras sacudidas por la templanza de los buenos hombres que regían sus destinos.

  Ya la tarde camina hacia su ocaso y la naturaleza muestra sus colores apagados, aunque no sin mantener su melancolía. Lo que nos apetece cuando nos dirigimos hacia ese pueblo negruzco que es Madriguera. Villa a la que hay que ir para intuir el latido de un caserío que estremece por el tono de sus tejados de pizarra. La ermita con su espadaña  nos invita a saborear el misterio que anida en su plaza, sus calles que giran, se diseminan y salen de pronto a otra que es un callejón donde las ramas de unos árboles encajados en un huerto, nos envuelve en franca delectación que pudiéramos decir es romántica. No podemos dejar de tomar notas a lápiz en el bloc que está repleto de apuntes de espadañas  que  se yerguen con sus campanarios y remates como si miraran el horizonte de tierras infinitas. Son  trazos nerviosos que quieren recoger en unos instantes la luz y la arquitectura de estos monumentos, piezas esenciales de este campo de acciones heroicas y místicas.

 Cada calle en el pueblo es una crónica de menudencia familiar, un estremecimiento del alma. Paso por algunas de estas rúas indefinidas, apretadas, junto a muros pétreos, y siento  el rumor de los días, de las nieves que han de soportar los tejados negruzcos de sus casas que parecen construidas con el mismo molde. Casas que se mecen en un anonimato comunal, como si sus vecinos quisieran ocultarse, enfangados tan solo en sus instantes de gloria y de tristeza, como si sus vecinos esperaran la llegada del ganado, de las ovejas perdidas guardadas ahora en sus establos. Camino en soledad por su calle mayor y no puedo dejar de tomar notas sobre las buhardillas de sus viviendas, la esquinas con el farol de la noche; el adarve que se amodorra en su soledad. Llego entre tanto  a una explanada donde se otea un espléndido paisaje de montañas azules, mientras   el  río Riaza  resbala por el vado siguiendo los  contornos de choperas a las que me gustaría acudir para comulgar con la diosa naturaleza y el apacible lugar, tan ameno como la paz que necesita mi alma, y de esta manera recuperar el orden evocando al gran poeta cuyas elegían inspiran los mejores instantes del goce espiritual, pues que :”El sol tiende los rayos de su lumbre / por montes y por valles../

CONTINUARA…

FUENTE: EL CRONISTA

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