PUEBLOS MÁGICOS DE LA RIBERA DEL ADAJA EN EL ENTORNO DE ÁVILA (VIII). ANTIGUO OFICIOS
Dic 29 2025

POR JESÚS MARÍA SANCHIDRIÁN GALLEGO, CRONISTA OFICIAL DE ÁVILA. 

Los oficios tradicionales que ocuparon a las gentes de nuestros pueblos desde antiguo han sido verdaderos transmisores de conocimientos ancestrales al tiempo que que creadores de nuestra identidad cultural. Entre estos oficios se cuentan numerosos ejemplos relacionados con el trabajo en el campo, el cuidado del ganado, artesanías y manufacturas, servicios y vida urbana, etc. Entre ellos, trataremos en esta ocasión de los carreteros, panaderos, tejedores, arrieros y trajinantes, dada la relevancia económinca que alcanzaron en algunos pueblos de la zona.
CARRETEROS.
Los carros agrícolas y los carreteros, sus constructores y fabricantes, así como los labradores que aún utilizan vacas o burros como animales de tiro, constituyen importantes testimonios de las señas de identidad del medio rural abulense y un ejemplo significativo de manifestaciones etnográficas. La carretería era la actividad artesana que consistía en fabricar carros y aperos de labranza con los que se desarrollaban una parte importante de las faenas agrícolas.
La historia y evolución de la fabricación de carros se remonta, a su vez, a la historia del transporte sobre ruedas. Los carros han tenido una gran importancia para la agricultura, tanto que se hizo indispensable en los trabajos del campo a partir de mediados del siglo XVIII.
Por lo anterior, los talleres de carretería destacaron como importantes centros de producción artesana, y el carretero o constructor de carros gozaba de un cierto prestigio entre la población, como hombre orgulloso de su oficio y conocedor de técnicas y saberes superiores a los conocimientos de los labradores, como escribe Alonso Ponga en su libro sobre carros. Siguiendo a este autor diremos que «si, además, el carretero domina el arte de la fragua y la sierra, acaba siendo y haciéndose imprescindible».
Pues bien, estas cualidades se daban en el carretero de Peñalba de Ávila Gumersindo Gil, en cuyo taller estaban empleados también sus hijos Clementino y Epigmenio, de este último todavía pueden escucharse sus enseñanzas junto a un bello carro que fabricó en 1947 y que se conserva en en el Museo de Ávila proceente de Zorita de los Molinos, o bien mientras construye uno nuevo en miniatura.
Gumersindo había nacido en Villanueva del Aceral, después vivió en Constanzana y aprendió el oficio en un taller que había en Crespos, llegando a Peñalba de Avila en los años veinte, donde ejercía de carretero Juan Alcalde, cuando accedió a la plaza de herrero de la localidad mediante concurso convocado por el Ayuntamiento para atender la fragua del común.
En Mingorría, el taller de carretería situado en la antigua carretera de Avila estaba regentado a principios de siglo por Casimiro Serrano, descendiente de una familia de carreteros de la vecina localidad de Velayos.
A Casimiro le sucedió en el oficio Heliodoro Alfayate, quien llegó desde Riocabado donde su padre también tenía un taller de carros.
En Velayos, Urbano Serrano aprendió el oficio de carretero en el taller que abrió su abuelo llegado de Madrigal de las Altas Torres. Urbano, junto con su hermano Catalino, regentó después el taller de su abuelo y con él trabajaban cinco artesanos de la madera y un herrero.
Un segundo taller de construcción de carros en Velayos, cercano al anterior y a cual más importante, era atendido por los hermanos «Kaiser», Julián y Andrés; Julián, además, era el sacristán del pueblo, cargo que después fue heredado por su sobrino Leoncio. Completaban la actividad artesanal de la madera los carpinteros tío Trifón y tío Calixto.
Llama la atención en Velayos la existencia de una interesante colección particular que formó Baltasar Monteagudo, compuesta por decenas de carros y numerosísimos aperos y útiles de labranza y otras antigüedades. Su propietario presta estos carros para el rodaje de películas y su peculiar museo sirve para ambientar una gran variedad de escenas cinematográficas.
Otros talleres carreteros que destacaron por su importancia en La Moraña y Tierra de Arévalo fueron los de Aveinte, Albornos, Flores de Avila y Adanero. En esta última localidad fue famoso el taller de Jesús Crespo. Sin salir de la provincia, en la comarca de Barco-Piedrahíta fueron relevantes los talleres de Hoyos de Miguel Muñoz y La Aldehuela entre otros. Estos talleres proliferaron hasta mediado el siglo XX, momento en el que la mecanización del campo se generalizó provocando su cierre.
Los carros que se fabricaban eran de yugos, de varas y de vacas, o más simples y pequeños como carretas, dispuestos para ser tirados por caballos, mulas, vacas e incluso burros. Los carros eran utilizados para el transporte de la mies una vez segada en el campo hasta la era.
El grano ensacado se llevaba después en carro hasta las paneras, y lo mismo ocurre con la paja desde la era hasta el pajar. El carro se utilizaba también en las mudanzas familiares y portes de cualquier clase; con él se formaban las plazas de toros durante las fiestas y era aprovechado por los mozos para rondar por las calles, mientras que en tiempos difíciles servían para hacer barricadas y parapetos como barrera defensiva.
Los canteros, albañiles, chocolateros, fruteros y huertanos se aprovechaban de los carros agrícolas para el transporte de productos y materiales propios de su actividad, como también lo hacían los ayuntamientos en la ejecución de obras municipales.
La madera era la materia prima empleada en la fabricación de carros, y se obtenía de los árboles de la zona, entre los que destacan el negrillo o álamo negro, el pino, el fresno y la encina.
El hierro procedente de Bilbao se adquiría en Avila y con él se formaba el aro de las ruedas una vez moldeado en la fragua del taller, y también se realizaban el eje de las ruedas y demás piezas de hierro.
Finalmente, si el carro era de mulas, éste se decoraba y pintaba como un verdadero cuadro con multitud de motivos florales, marinos o figurativos por verdaderos artistas. Entre los pintores de carros hay que destacar el trabajo de Felipe Velayos, vecino de Cardeñosa, y de su maestro Justo López, pintor de Peñalba.
Ambos aparecen como autores de la mayoría de los carros pintados en la zona durante los años cuarenta. El hijo de Justo, Justino López Jorge, siguió la tradición paterna desempeñando también el oficio de pintor, y fruto de sus estudios de pintura y dibujo ha sido la reciente exposición de óleos que ha tenido lugar en el Casino Abulense durante el pasado mes de octubre. Para la reparación y mantenimiento de los carros, la mayoría de los pueblos contaban con carpinteros y herreros, artesanos todos ellos que también han contribuido al desarrollo de las actividades propias del trabajo en el campo.
PANADEROS.
De la tradición histórica hemos heredado la idea que avala la importancia que ha tenido el pan de Mingorría en los hábitos alimenticios de la ciudad de Avila. La transformación del trigo en harina por los numerosos molinos del Adaja propició que gran parte de la población de Mingorría se dedicara al oficio de panadero, convirtiéndose así en los principales proveedores de pan de la comarca durante siglos.
La peculiaridad de este pan incluso hizo popular el dicho: «Tiene la cara como un pan de Mingorría», para referirse a alguien carirredondo, con sonrosadas y hermosas mejillas.
Todavía se conservan en muchos pueblos antiguos hornos de leña donde se cocía el pan, como por ejemplo en Mingorría, en Monsalupe y en Gotarrendura. También se conservan las viejas recetas de dulces y pastas que hacían las delicias de los comensales.
El pan siempre ha sido un producto básico en la economía agraria de nuestros pueblos, donde el trigo fue un cultivo característico de la llanura morañega, del que escribió Lope de Vega: «Hoy, segadores de España, vení a ver a la Moraña / trigo blanco y sin argaña, que de verlo es bendición».
La transformación del trigo en pan requería primero que el cereal fuera convertido en harina, lo que se hacía en la multitud de molinos que salpicaban la ribera del Adaja. Luego los numerosos panaderos de Mingorría elaboraban cuidadosamente los panes, que después vendían en el pueblo y en la capital abulense, de ahí el dicho «Avila tiene la fama / de los grandes caballeros, / y Mingorría la tiene de los grandes panaderos», lo que tampoco fue ajeno a los acontecimientos históricos.
En 1525, escribió José Mayoral: «El concejo de Avila acordó obligar a las panaderas a vender en el Mercado Chico y en el Mercado Grande el pan que, por andar escaso, lo expedían en sus casas, no pudiendo proveerse bien las clases menesterosas. Tal era la escasez que apenas venían las mingorrianas, principales abastecedoras, du rante varios siglos, hasta los pri meros del siglo XX, del mercado de Avila, al que daban una nota característica».
El precio del pan se intervenía y regulaba en la Edad Media con el establecimiento de pósitos y alhóndigas destinados al aprovisionamiento de trigo para préstamos en condiciones módicas a los labradores. Así, en 1577, según Mayoral, existían pósitos en Pozanco, Gotarrendura, Monsalupe, Zorita, Mingorría y Las Berlanas.
Estamos en el siglo XVII, cuando el pueblo de Velayos era señorío de don Antonio Dávila, quien también era marqués de las Navas y señor de Villafranca, de Barbedilla, Navalperal, Hoyo de Pinares, Valdecorneja y Burgohondo y sus pueblos. En este siglo Felipe III, el 10 de septiembre de 1617, confirmó los oficios de fieles de Cardeñosa; correspondiendo al marqués de Cardeñosa, artífice en 1640 de la hazaña contra los franceses en el puerto de Cádiz, nombrar las personas que sirvieran los empleos de justicia y de villa.
Cardeñosa era jurisdicción del municipio de Avila, y enviaba a la capital ovejas, menudos de cabras y otros mantenimientos para venderse en el Mercado Chico y en el Mercado Grande, a la vez que suministraba leña a Mingorría para que las célebres panaderas mingorrianas surtieran los mercados, como dice Mayoral al recoger una antigua canción popular con bella melodía: «En Cardeñosa hacen leña / y en Mingorría la queman / para los panes que a Avila llevan».
La importancia de la industria panadera fue puesta de manifiesto en el catastro de Ensenada del año 1751, donde se señala que en la villa de Mingorría hay 211 vecinos y 53 viudas, de los que 79 son panaderos que «tratan en vender y masar pan cocido asi en esta Villa como en la Ciudad de Avila y otras partes», y producían una utilidad de 24.200 reales, mientras que la capital abulense tenía 1.250 vecinos, contaba con 16 panaderos y una utilidad de 14.470 reales.
Un siglo después, en 1857, Mingorría seguía contando con 57 panaderos, descendiendo a 42 en 1898. En la actualidad tan sólo se mantiene una panadería, sita en la calle del Ejido Alto, y la venta ambulante de los Hermanos de la Iglesia.
Como nos dice Tomás Sobrino, «interesante en extremo resulta el libro del gasto diario que se hace en el Palacio del Ilmo. Sr. Don Ramón María Adurriaga (Obispo de Avila): abarca los años 1831 y siguiente, y en él se consigna por menudo cuantas adquisiciones se hicieron en dicho periodo.
Conceptos frecuentes de gasto son los de carnero, vaca, peces, huevos, azúcar, cabritos, leche y panes de Mingorría». En 1852 se construyó el primer mercado de abastos que se abrió en la capital abulense, las crónicas de esta fecha narran que en dicho mercado se había previsto un espacio cubierto para las «mingorrianas» que venían a vender pan.
El proceso de elaboración del pan, según nos dejó escrito Teófilo Domínguez Sanchidrián, se iniciaba a partir de la harina de trigo candeal rica en gluten que se amasaba limpiamente a mano.
En una artesa se ponía el agua caliente en la que se disolvía la levadura y la cantidad justa de sal, donde se echaba la harina que se mezclaba con el agua hasta conseguir una pasta que se amasaba concienzudamente, agregando la harina precisa. Una vez trabajada la masa se separaba en trozos, a los que se daba forma aplastada de arriba abajo para hacer cada hogaza.
El pan, una vez amasado, se colocaba sobre una cama de tablas cubiertas con un lienzo y se tapaba con una manta para que fermentara (leudar), y una vez fermentado se introducía en el horno para su cocción. Se caracterizaba el pan de Mingorría por su perfecta cocción. Se fabricaban dos tipos de piezas: el que llamábamos «pan blanco», de corteza ligeramente dorada y crujiente, y miga muy blanca seguramente porque se hacía con harina de flor; y la hogaza normal de pan moreno, de corteza también dorada pero de un color más cubierto y miga oscura. «El buen pan con ojos y el buen queso sin ellos», y esa era, quizás, la cualidad más acusada del pan de Mingorría: que la miga tenía ojos, es decir que era esponjosa y tersa, de manera que al aplastarla entre las manos no se hacía «masote».
En cuanto al precio del pan, los panaderos cobraban en especie. Así como los molineros maquilaban un celemín por fanega de molienda, los panaderos reservaban para sí una hogaza o dos por hornada, según las piezas que tuviera ésta.
Ya en tiempos más cercanos a los nuestros, el panadero llevaba la cuenta de las hogazas vendidas a cada familia en una «tarja», que consistía en un listoncillo de madera que quedaba en poder del cliente y en el que el panadero hacía una muesca a navaja por cada pieza vendida, la cual se cobraba periódicamente en trigo o en dinero, lo que se recuerda también en Monsalupe, donde todavía puede admirarse cómo elaboran pastas y otros dulces a la antigua usanza, si bien ello hoy se hace con carácter familiar.
TEJEDORES.
La cría del ganado ovino para la obtención de lana y carne ha sido una actividad característica de las formas de vida en el medio rural, lo que favoreció entre los municipios de la ribera del Adaja el nacimiento de una primitiva industria textil a mediados del siglo XVIII que ocupó un lugar destacado en el conjunto de la provincia.
Viajar entonces por los pueblos que se significaron en el desarrollo de esta actividad fabril, supone reencontrarse con viejos batanes y esquileos, y con manufacturas de la época, tales como mantas, colchas, lienzos, sayales, etc., que nos ayudan a conocer y entender formas de vida casi olvidadas.
La industria textil en Avila ha sido estudiada con especial rigor por Gonzalo Martín García (La industria textil en Ávila, 1989). El Catastro del Marqués de la Ensenada de 1751 también apota datos muy interesantes: Mingorría, Velayos y Santo Domingo de las Posadas, mediado el siglo XVIII, ocupaban un lugar destacado en el panorama industrial de la provincia por su producción textil, sin contar los tejedores aislados de Gotarrendura, Vega de Santa María y Zorita, cuyo tejedor también era sacristán. Además Cardeñosa llegó a contar con una escuela de hilazas.
Mingorría tenía entonces 14 centros cardadores y ocho telares, que daban trabajo a 19 tratantes y fabricantes de estameñas, 12 cardadores y peinadores de lana y dos aprendices, y a ocho maestros de tejer sayales y estameñas. Velayos tenía 35 peinadores, 15 cardadores, 27 telares y 31 tejedores, entre ellos había seis fabricantes-tejedores que empleaban entre todos a 30 operarios, seis fabricantes-peinadores que elaboraban lana para estameñas y sayales, y un fabricante-peinador y tratante de pieles de cabra. Santo Domingo de las Posadas tenía tres peinadores, cuatro telares y cuatro tejedores. Estas localidades, junto con Villanueva de Gómez, eran las únicas de toda la Moraña y la vieja, Solana de Rioalmar y Santa María del Berrocal.
Las operaciones preliminares del proceso de manufacturación daban comienzo con el esquileo de las ovejas. Esta es una actividad que actualmente se sigue realizando en el medio rural, y su importancia para la industria textil de la zona puede comprobarse en las dehesas de Las Gordillas (Maello) y Aldealgordo (Tolbaños), sobre las instalaciones de esta última escribió Madoz en 1845:
«Tiene la dehesa dos esquileos de ganado lanar con sus lonjas correspondientes, llamadas rancho de arriba y rancho de abajo, cuatro encerraderos, un sudadero, un comedor para los pastores con su despensa, un lavadero de nueve varas de frente y 48 de fondo y con su cocina. Tiene un prado que sirve de tendedero de lana, dentro del cual hay una lonja para apartar las lanas y ensacarlas después de lavadas. El río Voltoya sirve para el lavadero de las lanas».
La lana era apartada o clasificada, desmontada, lavada y arqueada o esponjada, quedando entonces blanca pero áspera y tirante, por lo que las fibras debían ser preparadas convenientemente mediante el peinado o el cardado para volverlas más sedosas antes de someterlas a la hilatura. El hilado solía hacerse por las mujeres en sus casas, utilizando tornos y ruecas de madera, entregándose después las hilazas a los telares, donde se ocupaban los tejedores.
Tal y como dice Gonzalo Martín la operación de tejido era la fase más importante del proceso de producción y la que daba al paño sus características esenciales.
Del telar salían los paños crudos, aptos ya para ser utilizados en muchas ocasiones, pero algunos de ellos, de mayor calidad, eran sometidos después a una nueva serie de operaciones que tenían la finalidad de procurar un acabado más perfecto, dando al paño una apariencia de limpieza y superficie uniformes que aumentaban el valor comercial de la pieza. Las principales eran el batanado, el tundido y el tinte.
Con el bataneo se trataba de limpiar las impurezas que se habían adherido al paño en los procesos anteriores y dar a la pieza las dimensiones, consistencia y brillo necesarios. Esta operación se hacía en el molino batán que se localizaba en la ribera de los ríos y arroyos caudalosos, pues la energía hidráulica era la única forma de producir energía a costes económicos.
Siguiendo a María Pía Timón en «El Arte Popular en Avila», sabemos que los batanes funcionan aprovechando la corriente de agua que se conducía por medio de un canal que se abría o cerraba con una compuerta. En el momento de la faena se dejaba pasar el agua y al caer con fuerza sobre las palas que tenía la rueda hidráulica la hacían moverse con rapidez. Esta transmitía el movimiento al eje que presentaba unas paletas que al coincidir con las mazas le hacían levantarse y caer por su peso contra la pila donde estaba el paño, golpeándole.
El río Adaja contaba en 1751, según el Catastro de Ensenada, con tres molinos batanes, localizados en la margen izquierda de Cardeñosa: el batán de Córdoba, el batán de Alejandro y el batán el Caleño, en los linderos de Zorita. Larruga cita también la existencia de un batán en Velayos en el siglo XVIII.
Concluido el proceso fabril los paños obtenidos se clasificaban en ordinarios, veintidosenos, estameñas, sayales, xergas, ataharres y cinchas. Con estos paños se confeccionaban principalmente mantas de campo y ropas para los campesinos (capas, pantalones, chaquetones y manteos), y para las faenas agrícolas y ganaderas (mantas de mulas, costales y alforjas).
Además de la fabricación de paños, también se contaban centros productores de lienzos a partir del lino. Mingorría contaba con cuatro centros de lienzos ordinarios y Velayos con dos de lienzos y estopas, cuyos productos se destinaban para la realización de prendas de ajuar y las relacionadas con las faenas agrícolas y ganaderas.
La actividad textil artesanal prácticamente desapareció con las crisis agrarias de 1780, dada la escasa productividad de la agricultura y la baja capacidad adquisitiva del campesinado. Esta desaparición fue paulatina, y de ello se lamentaba el Corregidor de la ciudad de Avila citando el caso del pueblo de Velayos, lo mismo que reseña el historiador Martín Carramolino. No obstante, en esta localidad, según Madoz (1845-1850), todavía quedan ocho telares y 80 personas se ocupan en la fabricación de estameñas bastas.
En Ávila, durante el período 1776-1851 las fábricas textiles fueron el exponente más importante del intento de modernización e industrialización de la capital. Así, primero se puso en funcionamiento la fábrica de paños del Común de la Ciudad de Avila (1776-1782), después se estableció la Real Fábrica de algodón (1788-1816), que pasado el tiempo se transformó en fábrica de lanas (1817-1830) y finalmente en fábrica de lino (1830-1851).
Además, también funcionaron en Avila diversas fábricas de paños privadas, entre las que destacaron la de Francisco Solernou (1774-1798) y la de Rafael Serrano (1803-1822). Solernou era un comerciante catalán establecido en Avila, había sido Procurador Síndico del Común, y completaba su negocio de fabricación de paños con una tienda de joyería, quincallería y ferretería, y con la compra-venta de lanas.
Además era prestamista y propietario de casas y tierras en Mingorría, Las Berlanas y Monsalupe. Rafael Serrano era natural del pueblo de Velayos y fue oficial de la Contaduría de Avila, administrador de Tercias Reales y tesorero de Rentas Provinciales de Avila, teniendo casas y tierras en Peñalba, Zorita de los Molinos y Cardeñosa, donde estableció una secuela de hilazas.
Desaparecida la actividad textil de la zona, su vacío fue paliado con la visita frecuente de los pañeros de Santa María del Berrocal. En Mingorría durante la siguiente mitad del siglo XX la mayoría de las mujeres se ocuparon cosiendo guantes de piel, en una importante actividad económica para la localidad. En los últimos años se sigieron realizando trabajos de confección de trajes de toreros (actividad hoy inexistente), además de manteos y tapices. Finalmente, cabe decir que en Cardeñosa la tradicional capa de paño que se tejía en la zona constituye una prenda característica de la indumentaria masculina.
ARRIEROS Y TRAJINANTES.
Antaño la actividad comercial que se de-sarrollaba en el medio rural tenía su máximo exponente en los arrieros y trajinantes, quienes se ocupaban del transporte y el intercambio de productos de todas las clases. Después fueron los vendedores ambulantes los que abastecieron de productos y servicios elementales a los habitantes de los pueblos. Estos vendedores todavía hoy siguen recorriendo calles y plazas ofreciendo una gran variedad de útiles. La visión que presentan los distintos personajes que visitan los pueblos para vender sus productos atestigua la existencia de vida en lugares que parecen abandonados.
Los arrieros y trajinantes de la zona desarrollaron una de las actividades comerciales más importantes dentro de la economía local y provincial durante los siglos XVIII y XIX. En la actualidad, sus herederos, los transportistas y vendedores ambulantes, tienen una presencia testimonial en actividades de porte de ganado, harina y materiales de construcción, y la venta de pan, ropas, ultramarinos, frutas y hortalizas, y artículos de feria.
Dentro del transporte realizado con animales de carga existían dos tipos de profesionales: el arriero, que es aquel que transporta géneros por encargo; y el trajinante, que transporta géneros, dedicándose a la compraventa de los mismos por cuenta propia. A pesar de esta diferencia teórica, en la realidad el arriero en alguna ocasión trajinaba y el trajinante transportaba por cuenta ajena. En el siglo XVIII está documentada la existencia de arrieros en unas noventa localidades de la provincia, y sus beneficios se calculaban en 946.848 reales anuales.
Las mayores densidades de arrieros se producían en el cuadrante nororiental de la provincia, entre las localidades de Avila y Arévalo, ambas incluidas, en las que las ganancias obtenidas por sus arrieros alcanzaban casi la mitad de las ganancias calculadas para la arriería de toda la provincia, destacando por ello Pajares de Adaja, Mingorría y Santo Domingo de las Posadas.
El número de arrieros descendió considerablemente con la llegada del ferrocarril y las primeras camionetas ya entrado el siglo XX. Los productos con que traficaban estaban constituidos por los excedentes agrarios de la comarca y por la importación de los deficitarios.
Richard Ford escribió en 1830: «Viajar con un arriero, cuando el viaje es corto o va una persona sola, es seguro y barato. El arriero va a pie junto a sus burros, o montado en uno encima de la carga, con las piernas colgadas junto al cuello.
El arriero español es un hombre agradable, inteligente, activo y sufrido; resiste hambre y sed, calor y frío, humedad y polvo; trabaja tanto como su ganado y nunca roba ni le roban». Y así debieron ser los arrieros de los pueblos de la ribera del Adaja.

FUENTE:https://www.facebook.com/jmsanchidrian1234

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