CAJAL Y EL CALLEJERO LUCENTINO.
Dic 17 2025

POR LUIS FERNANDO PALMA ROBLES, CRONISTA OFICIAL DE LUCENA (CÓRDOBA) 

Uno de los intentos más serios de renovación de la enseñanza superior que se ha dado en la sociedad española fue sin duda el impulsado por la Institución Libre de Enseñanza, cuyo principal motor fue el rondeño Francisco Giner de los Ríos, catedrático universitario de orientación claramente reformista en el terreno de la educación. Giner defendía la idea de que la Universidad se debía a una misión no dependiente del Gobierno, ni del Estado, sino del derecho que toda persona tiene a saber la verdad científica, absoluta, in­temporal, no sujeta a ninguna contingencia ni circunstancia. La Institución Libre de Enseñanza se concibió como algo completamente ajeno a todo espíritu e interés de comunión religiosa, escuela filosó­fica o partido político, proclamando tan solo el principio de la libertad e inviolabilidad de la ciencia y de la consiguiente independencia de su indagación y exposición respecto de cu­alquiera otra autoridad que la de la propia conciencia del Pro­fesor, único responsable de sus doctrinas.

Precisamente el hermano de Giner de los Ríos, Hermenegildo, diputado en Cortes, se interesó por los grupos escolares de Lucena en sesiones celebradas por el Congreso en 1915.

Consecuencia directa del espíritu institucionista fue la cre­ación en 1907 de la Junta de Ampliación de Estudios e Inves­tigaciones Científicas en el breve gobierno liberal de Antonio Aguilar Correa, marqués de la Vega de Armijo, quien fue hermano mayor de la archicofradía nazarena de Lucena de 1901 a 1905, aunque no desempeñó funciones como tal, ya que su nombramiento se llevó a cabo “no para conseguir provecho y apoyo en bien de la archicofradía, sino para la personal protección de los políticos locales de turno”.

La Junta de Ampliación de Estudios se presenta con una clara vocación de apertura internacional. En el preámbulo del decreto de 11 de enero de 1907 por el que se creaba la Junta se lee: “El pueblo que se aísla se estaciona y se descompone”. Esta institución significa, como ha señalado el profesor Albar­racín, “el definitivo encuentro de España con Europa”. La Junta trataba de establecer la investigación fuera de las universi­dades como el mejor medio para llevar a cabo la reforma que estas necesitaban. La Junta era un organismo ajeno a la política tan veleidosa por aquellos tiempos.

Fue elegido para presidir la Junta de Ampliación de Estu­dios el famoso sabio histólogo Santiago Ramón y Cajal, una de las personalidades científicas más significativas de la generación del 98, a quien el año anterior se le había conce­dido el Premio Nobel en reconocimiento por sus estudios e in­vestigaciones sobre la neurona.

Cajal formó una escuela que dio prestigio internacional a la ciencia española. Entre otros muchos discípulos, cabe de­stacar, no sin dificultad, a Francisco Tello, fundador de una escuela de Anatomía Patológica de gran trascendencia; a Pío del Río Hortega, investigador fundamental en cuanto a la estructura del sistema nervioso se refiere; a Rafael Lorente de No, a quien se deben importantísimos hallazgos en el campo de la fisiopatología nerviosa; a Fernando de Castro, autor de decisivos descubrimientos sobre el seno carotídeo y que pudo conseguir el premio Nobel de no haber estado por medio la contienda civil española.

Junto con Cajal formaron parte de la dirección de la Junta de Ampliación de Estudios veintiún miembros de la más variada procedencia ideológica: católicos, republicanos, ateos, carlis­tas, etc. Entre los vocales voy a indicar cuatro: los ingenieros de Caminos, Canales y Puertos Leonardo Torres Quevedo y José Echegaray y los farma­céuticos y químicos Casares Gil y Carracido, estos dos últi­mos maestros de mi padre, Bibiano Palma Garzón. El secretario, José Castillejo y Duarte, catedrático de Derecho, fue un gran conciliador en el seno de la Junta de Ampliación de Estudios. Era enemigo del peso de la mayoría a la hora de tomar decisiones. Él mismo nos lo dice: ”Quedaba desechada toda idea de fuerza y de victoria porque, en una corporación que busca la verdad y la justicia, se trata de una cuestión de convicción y de hallar las soluciones apropia­das, no de vencer por el peso de la mayoría. Por tanto, en el momento en que surgía una división de opiniones se posponía la resolución hasta que se hubiesen recogido más pruebas”.

En este acercamiento a la ciencia española del primer cuarto del siglo XX, invito a dirigir la mirada a la Lucena de 1922, tiempo en que Cajal se jubila y es nombrado rector honorario de la Universidad de Madrid, y Cortezo consagra en su imprescindible libro la personalidad, la obra y la escuela de Cajal.

El 5 de julio de 1922, concluido el curso, la Corporación Municipal lucentina conoce una instancia a ella dirigida por numerosos estudiantes de facultades, carreras especia­les y bachillerato en solicitud de que nuestro Ayuntamiento se sumase al homenaje que España entera tributaba al sabio histólogo Cajal. Pedían en su escrito que se diese el nombre de tan destacada figura científica a la calle Santa Catalina, como prueba, aunque modesta, de admiración y gratitud al Espa­ñol ilustre que tan alto ha sabido colocar el de España en el mundo científico.

Precisamente fue Bibiano Palma Garzón uno de los miem­bros más activos de esa comisión de estudiantes que solicita­ba el homenaje del pueblo lucentino a tan insigne científico.

La Corporación municipal deliberó al respecto (contando con las intervenciones de los ediles Francisco Manjón-Cabeza Cabeza, Juan Algar Danel, Juan de Dios del Pino Corpas y Javier Tubío Aranda) y acordaron crear una comisión especial presidida por el alcalde José María de Mora Chacón e integrada además por Francisco Manjón Cabeza, Manuel Roldán Herrera, Juan Algar Danel y Pedro del Castillo Blancas, para que, examinado el caso, propusiese a la Corporación qué calle es la que a su juicio debería llevar el glorioso nombre de Ramón y Cajal. El señor Tubío Aranda, más tarde alcalde republicano de Lucena y lúcido político asesinado en septiembre de 1936, propuso que el descubrimiento en su día de los nuevos rótu­los en la calle que definitivamente sea señalada para osten­tarlos, se efectúe con la mayor solemnidad, organizándose al efecto una procesión cívica a la que asistiría el Ayuntamiento bajo mazas, por estimarlo todo ello muy merecido en honor del eminente sabio.

En las sesiones que celebró la Corporación Municipal los dos miércoles siguientes, esto es, el 12 y el 17 de julio se trató el asunto de la calle de Cajal sin llegarse a ningún acuerdo.

Por fin el 2 de agosto Algar Danel, portavoz de la comis­ión especial creada, manifiesta en nombre de ella que debía desestimarse dicha propuesta en cuanto al indicado extremo se refiere [cambiar el nombre de la calle Santa Catalina], en razón a los antecedentes históricos que (…) expuso para justi­ficar su dictamen, y terminó proponiendo que el nombre pre­claro del sabio se pusiese, desde luego, a la calle Ancha, una de las principales y de mayor vecindario de las de esta Ciudad y cuya denominación no respondía a ningún hecho histórico ni personalidad ilustre.

El señor Manjón Cabeza se manifestó en el mismo sentido que el portavoz, y quedó aprobada la propuesta de la comis­ión especial, con el voto en contra de Javier Tubío Aran­da, quien expuso que aun siéndole indiferente que fuera una u otra calle de las propuestas la que llevara en definitiva el nombre del Español ilustre, entendía de acuerdo con la indi­cación formulada por los solicitantes que debía preferirse para tal objeto la calle Santa Catalina, mucho más céntrica y principal, sobre todo ya que así pareció acordarse en el ca­bildo de referencia.

Hoy el nombre de este coloso de la ciencia española sigue ausente en nuestro callejero. En 1925 se acuerda en honor y reconocimiento al filántropo lucentino Juan de la Fuente Quintero dar su nombre a la calle Santa Catalina, rotulándo­la calle Fuentes Quintero. El acuerdo tampoco se llevó a la práctica.

A pesar de esos señalados antecedentes históricos que im­pedían dedicar la referida calle junto al Coso al sabio histólo­go, en julio de 1937, plena Guerra, la Corporación Municipal lucentina, para corresponder a la dedicatoria por parte del Ayuntamiento egabrense de una calle de la vecina población al escritor lu­centino Barahona de Soto, decidió dar el nombre del polígrafo de Cabra Juan Valera y Alcalá Galiano a la calle Santa Catalina por estar al lado de la dedicada aquí, en nuestra ciu­dad, al autor de Las lágrimas de Angélica.

Como puede observarse aquel acuerdo de nuestros capitu­lares no se cumplió. Cajal no era santo de la devoción de al­gún que otro influyente cacique lucentino.

Como vemos, en la segunda población en número de habitantes de nuestra provincia no se ha dedicado ninguna calle a Ramón y Cajal, cuando de los cincuenta y tres municipios con mayor población de Córdoba, incluyendo la capital, el eminente científico tiene dedicado un espacio urbano en treinta y siete, lo que supone un setenta por ciento en cuanto al número de ellos, siendo ese porcentaje mucho más elevado si hacemos referencia al de coprovincianos que viven en localidades que tienen el nombre del pionero de la neurociencia contemporánea en su callejero.

Salvo error u omisión, son estas: Adamuz, Almedinilla, Almodóvar del Río, Baena, Belalcázar, Cabra, Cañete de las Torres, La Carlota, El Carpio, Córdoba, Doña Mencía, Espejo, Espiel, Fernán Núñez, Fuente Obejuna, Hinojosa del Duque, Hornachuelos; Montemayor, Montilla, Monturque, Moriles, Palma del Río, Pedro Abad, Peñarroya-Pueblonuevo, Posadas, Pozoblanco,, Priego de Córdoba, Puente Genil, La Rambla, Rute, Santaella, La Victoria, Villa del Río, Villafranca de Córdoba, Villanueva de Córdoba, Villaviciosa y El Viso.

FUENTE:https://www.lucenahoy.com/opinion/cajal-callejero-lucentino_205356_102.html

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