POR JESÚS MARÍA SANCHIDRIÁN GALLEGO, CRONISTA OFICIAL DE ÁVILA.
PALOMARES.
Rodean muchos de los pueblos de la ribera del Adaja y de la meseta castellana unas construcciones aisladas, de planta rectangular algunas veces, circular casi siempre, con pretensiones decorativas de las que suelen carecer totalmente las pobres viviendas inmediatas: son los palomares, donde se criaban palomas que proporcionaban carne y abono al campesinado.
Buenos ejemplos de palomares pueden verse en Peñalba, a la salida del pueblo por el este, camino de Zorita; en Monsalupe, en la antigua fábrica de aguardiente; en Las Berlanas, en el barrio de El Burgo; en Gotarrendura, en el antiguo solar de la casa palacio de los padres de Santa Teresa; en Zorita, en la Dehesa de Olalla cerca del río Adaja; en Mingorría, en un montecillo situado al oeste del pueblo, en el encinar del «Ciego», cerca del camino de los molinos y junto a la carretera N-403; en Pozanco, de frente a las eras del pueblo, y en Dehesa de Mingo Peláez, en el encinar situado a la derecha de la carretera que llega a Santo Domingo de las Posadas.
La distribución interior de los palomares para servir a la cría de palomas donde mejor puede contemplarse es en el palomar de Santa Teresa en Gotarrendura, el más famoso por su tradición histórica.
Todavía quedan buenos ejemplos de palomares en nuestros pueblos. Conocer su relevancia histórica en la pobre economía rural y la singularidad de su diseño arquitectónico, en contraste con su abandono actual, resulta un buen atractivo para una visita. De barro, ladrillos o mampostería guarnecida, bien blancos de cal, los palomares tienen un aspecto pintoresco al introducir en su construcción elementos decorativos y superfluos: tejados a diferentes alturas, muros que se prolongan por encima de la cubierta, siempre de escasa pendiente, pináculos bordeando tejados y albardillas.
La gracia de las construcciones y su gran variedad puede admirarse en los pueblos de la ruta, destacando por su grandiosidad el palomar de la dehesa de Mingo Peláez, y también el de la dehesa de la Aldehuela, en Zorita de los Molinos.
Situados alrededor del pueblo, en lugares estratégicos, los palomares parecen pequeñas fortalezas encaladas.
Son edificaciones que llaman la atención del viajero por su contraste con las viviendas y casas de la villa, vistos desde la lejanía. El palomar se levanta como las pirámides egipcias, en la soledad de los campos. Proliferan como las ermitas, tan en raizadas en estas tierras, pero lejos de arrancar súplicas del hombre piadoso. Sus paredes guardan a las palomas, nada más pacífico y simbólico, que siguen en libertad y teniendo el cielo como única techumbre. Los palomares, señoriales y elegantes, contrastan con los gallineros, menos altaneros y más impotentes frente al firmamento y las estrellas.
Los palomares, como molinos sin aspas, gigantes vencidos por don Quijote, construidos por el mismo labriego, son la mejor muestra de su sentido exquisito y creador de formas. Son barro sobre barro. Los adobes se preparan mezclando la tierra de estas tierras con agua, introduciendo la pasta en un molde y mezclándola con la paja. Una vez que el sol lo seca ya está el barro listo y dado forma para crecer hasta ser casa de palomas, sin cocción alguna y con la sola exposición al sol.
Así nace el palomar, de la misma tierra donde se asoma el horizonte, con la intervención del sentido mágico que levanta este monumento a unas aves que, siendo libres, nacen junto al campesino.
Dada la facilidad de reproducción de las palomas, el hombre de campo soluciona una importante parte de su dieta alimenticia. Los excrementos de las mismas palomas –palomina– serán un buen abono para sus tierras.
A cambio, durante los meses de invierno, cuando la tierra parece estéril, las palomas comerán los últimos res- tos de la era que al finalizar el verano fueron barridos cuidadosamente para esta ocasión por el labrador. Los pichones nacerán a finales de primavera y durante el verano el campo será su alimento y el palomar su casa-dormitorio.
La paloma es un animal libre, sin dueño, y la única relación de propiedad que hay con el hombre es su permanencia en el palomar, permanencia mediatizada por la abundancia o escasez de comida en el mismo.
A modo de ejemplo sobre la productividad de un palomar, reseñamos que en el siglo XVI el palomar de Santa Teresa en Gotarrendura producía al año 139 reales de palominos y 76 de palomina, mientras que una obrada de tierra costaba 191 reales. Sobre este palomar, como ya dijimos en otra ocasión, añadimos que Teresa de Cepeda y Ahumada heredó de sus padres un palomar en Gotarrendura, por expreso deseo de su madre doña Beatriz que sabía el cariño que le tenía.
Los primeros textos autógrafos que se conservan de Santa Teresa, divulgados por su propietario el marqués de San Juan de Piedras Albas, son precisamente los que dirigió a González de Venegrilla, rentero y administrador del palomar, diciéndole en una primera carta: «Tenga la mercé de cebar y cuidar bien el palomar en estos meses de frío, ahora que está bien poblado. Fecha a 10 de enero de 1541».
En una segunda carta dice: «Hacedme mercé de enviar doce palominos la víspera de Santiago, que yo me holgaré mucho de ello. Fecha a 10 de julio de 1546».
Los palomares de las zuritas se conocen desde hace muchos siglos y no siempre pudo tenerlos el que quiso, porque su posesión constituía un privilegio que sólo se otorgaba a los señoríos y comunidades religiosas, constituyendo lo que se llamó «derecho de palomar», altamente buscado en los tiempos del feudalismo.
El derecho de palomar imperó en toda Europa durante la Edad Media y aún en los tiempos modernos. Algunos palomares medievales fueron destruidos en gran parte durante la revolución francesa, al derribar todo lo que significara símbolo de señorío o de nobleza.
Con la abolición de los fueron y prerrogativas de la nobleza quedó abolido el derecho de palomar; sin embargo, en muchos sitios se mantienen aún estas torres palomares cuyos productos se explotaban por cuenta propia de los labra dores o en aparcería con los colonos. No obstante, hoy en día casi la mayoría de los palomares están abandonados. Valga la siguiente cita del Quijote para constar la integración de los palomares en la vida campesina:
«Así que, Sancho mío, volveos a vuestra casa, y declarad a vuestra Teresa mi intención; y si ella gustare y vos gustárades de estar a merced conmigo, bene quidem; y sí no, tan amigos como de antes; que si al palomar no le falta cebo, no le faltarán palomas.
Y advertid, hijo, que vale más buena esperanza que ruin posesión, y buena queja que mala paga».
POTROS DE HERRAR. Todavía existen complejos pétreos en los pueblos de la ribera del Adaja que la imaginación popular levantó para ponerle herraduras a las vacas y bueyes, imprescindibles en los trabajos que realizaban los labradores en esta vieja tierra. En localidades como Gallegos de San Vicente, La Venta, Cortos, Tolbaños, Aldealgordo, Las Gordillas, Mingorría, Zorita, Pozanco y Peñalba, actualmente se pueden contemplar las piedras que configuran un singular monumento de troncos petrificados de árboles centenarios, que se llaman herraderos o potros, lo que también fue común y general a todos los pueblos.
El acceso a la contemplación de los potros o herraderos que todavía se conservan en los pueblos de esta ruta es fácil, pues se encuentran situados a las afueras de los núcleos urbanos, junto a los abrevaderos del ganado y la antigua fragua del común, y cerca de la carretera por la que se llega a las distintas localidades.
El potro mejor conservado es el situado en Mingorría, ya que recientemente ha sido rehabilitado y completado con todos sus elementos originales. Y descubrir singulares «grupos escultóricos» que todavía se conservan en nuestros pueblos y que tan buen servicios prestaron a los labradores.
El herradero está formado por cuatro columnas cuadradas de granito sin labrar, arrancadas, del mismo campo donde se levantan, a golpe de martillo. Son postes sin escuadrar, pero al viajero este tosco conjunto de piedra se le antoja cierto parecido con los «Cuatro Postes» que, a las afueras de Ávila, eternizan el intento de huída a Tierra Santa de Teresa de Jesús, claro que los cuatro postes de los pueblos no tienen connotación alguna con personajes o anécdotas históricas, solo el hombre de campo es su valedor.
Estos monolitos de piedra granítica aparecen por la necesidad del labrador de herrar a sus animales de labranza y especialmente a las vacas, animales a los que resulta difícil ponerles las herraduras, llamadas «callos», aún atándolas. Una vez más, es el arte popular nacido de la necesidad, sin otra pretensión que hacer más llevaderas las faenas agrícolas a los míticos bueyes, que se hace «pueblo» en una graciosa combinación druida de piedras. En el potro, la vaca quedaba encajonada entre los cuatro postes (en algún pueblo eran seis), que se cerraban con barras de hierro o palos, como si de una celda a cielo abierto se tratara.
Cerca de la casa del veterinario, o dentro de su corral, era frecuente observar las cuatro toscas columnas como menhires prehistóricos, y de poste a poste una barra de hierro forja- do por el herrero de la localidad a fuego lento y golpe de martillo. El potro era la mesa de operaciones y el quirófano donde tenían lugar las curas difíciles de los animales más indómitos.
Otros potros se levantan a las afueras del pueblo, y allí es el herrador quien coloca los callos, que él mismo hace en su fragua, a las vacas. Estas vacas, negras carbón, cansadas de arrastrar carros y recorrer surcos, con apariencia más salvaje que las tozudas mulas o los burros, eran difíciles de manejar fuera de las cuatro esquinas del herradero. Dada su fuerza y corpulencia era imprevisible cualquier reacción. Es en la cornamenta donde se nos aparece el aspecto salvaje de las vacas y donde reside su fuerza; tanto es así que si se les rompía uno de los cuernos eran desechadas para el trabajo.
Los potros de estos pueblos no tienen cubierta, como ocurre en otros donde las cuatro columnas están coronadas por una espadaña de palos y tablas ramajes y tejas. Ya sólo quedan las cuatro piedras, símbolos de una tradición agrícola tan arraigada en estos campos, tantas veces andados y desandados por vacas y bueyes negros.
El potro también era utilizado para herrar otros animales, como las mulas o los burros; aunque a éstos no fuera necesario encajonarlos, resultaba más cómodo. Para los niños el potro era el columpio que todavía no había en el patio de la escuela. Ahora sólo queda la fantasía del pasado.
ARQUITECTURA DEL VINO.
La recogida de la uva y la posterior elaboración del mosto es una de las labores tradicionales que se desarrollan en el campo más gratificantes, no en vano solía constituir una fiesta. Ciertamente, la vendimia ha sido una de las actividades agrícolas más peculiares que realizaban los labradores de estas tierras.
Además, la calidad del vino de la zona, especialmente de Zorita, fue premiada internacionalmente. Actualmente se mantienen viñedos para consumo familiar.
Rememorar ahora por las labores de la vendimia y la elaboración del vino que todavía se realizan en algunos pueblos del Adaja, donde proliferan guardaviñas, lagares, bodegas y alguna destilería es testimoniar la importancia de los viñedos en la economía agraria de la zona.
El verdor que despiden las vides en agosto llama la atención del viajero que puede seguir las carreteras que van de Zorita a Las Berlanas, o desde La Vega a Gotarrendura, o hasta Escalonilla y Pozanco, a la vez que puede decirse que en la mayoría de los pueblos se conservan parte de los edificios donde se transformaba la uva en vino.
Ciertamente, en las tierras que se asientan en torno al espacio geográfico de la ribera del Adaja, todavía se conservan antiguos lagares y bodegas, y aún se pueden observar cómo destacan los viñedos entre los cultivos cerealistas, si bien su verdor no deja de ser una mancha singular entre los campos de secano.
«A la viña, viñadores, que sus frutos amores son», decía un verso de Lope de Vega, y así cada año la vendimia tradicional y familiar se da por concluida con el mes de octubre, pues como dice el refrán: «Por San Simón y San Andrés (28 de octubre), cogidas las uvas, tanto las verdes como las maduras». El día de la vendimia debe lucir el sol, porque «vendimia en mojado y cogerás mosto aguado ».
Los viñadores deben estar dispuestos a trabajar sin problemas, ya que como dice otro refrán: «unos valen para vendimiar y otros para sacar cestos». En esta época, el viajero que se adentra por los campos que ya amarillean el otoño puede contemplar cómo hombres y mujeres se afanan en la recolección de la uva, una tarea donde se repite un ritual próximo al olvido por la escasez de viñas.
La vendimia todavía se mantiene desde tiempos medievales como testimonio vivo de una de las faenas del campo más características del modo de vida de los habitantes de estas tierras. Prueba de ello es que en el siglo XIV el cabildo catedralicio poseía en la zona una tercera parte de sus viñedos, ocupando unas doscientas hectáreas repartidas en pequeñas parcelas de media hectárea o poco más, según el profesor Barrios.
Más aún, en aquella época el valor de la tierra de viña era muy superior a la de labrantío, superioridad que se seguirá manteniendo hasta el siglo XIX con un considerable aumento de las tierras de viñedos.
A modo de ejemplo diremos que a finales del siglo XIII en la zona del Adaja una hectárea de viñedo en Pajares alcanzaba una precio de 92 maravedíes, mientras que una hectárea de tierra de labor en Pozanco se vendía a 18 maravedíes.
El Catastro de Ensenada recoge en 1751 que sólo en Zorita las tierras dedicadas a viñas sumaban 80 hectáreas, donde podían contarse unas ochenta mil cepas, que producían una media anual de cien mil litros de vino, el cual se elaboraba en dos lagares, se criaba en dos bodegas y se servía en una taberna, la última fue regentada por el tío Severiano.
En estas fechas la viña era uno de los cultivos más rentables, pagándose 120 reales de vellón en tierras de primera clase, mientras el trigo llegaba a 75 reales.
La abundante producción vitivinícola de antaño fue descendiendo paulatinamente por el envejecimiento de las vides y su no replantación, así como su decreciente rentabilidad y las plagas de filoxera que azotaron España desde 1874.
De la importancia que siempre tuvo el vino entre la producción agrícola aún se conservan numerosos lagares y bodegas construidas debajo de las casas de los labradores. Muestras de estas estructuras pueden contemplarse en la mayoría de los pueblos de la zona, tales como Cardeñosa, Monsalupe, Peñalba, Las Berlanas, Gotarrendura, Navares, Blascosancho, Vega de Santa María, Po- zanco, Santo Domingo de las Posadas, Zorita de los Molinos, Mingorría y Escalonilla. Entre ellos llaman la atención Gotarrendura y La Vega por la abundancia de bodegas subterráneas.
Los lagares de prensa de viga y tornillo son los más antiguos, y se caracterizan por su gran viga de madera incrustada en uno de sus extremos en la pared, con un gran tornillo de madera en el otro extremo sujeto a ella en sentido vertical. A su vez, este tornillo tiene en su extremo una piedra cuya función es hacer peso, por lo que al levantarse hace que la viga lo transmita a la masa de restos de uva que se va a exprimir una vez pisada.
Ejemplos de estos lagares se conservan en funcionamiento en Gotarrendura, Peñalba y Mingorría, manteniéndose sin uso en otros pueblos.
Mingorría significó uno de sus parajes con el nombre de «Las Viñas», donde se levantaron pequeñas construcciones de piedra y planta cuadrada conocidas como guardaviñas para el guarda y servir a los labradores y vendimiadores; también proliferaron los lagares, las bodegas y las tabernas.
Ejemplo del buen vino de esta tierra fueron los vinos que en Zorita de los Molinos que producía Celedonio Sastre Serrano, los cuales fueron merecedores de la medalla de bronce en la Exposición Universal e Internacional de París en el año 1900, y la medalla de plata en la Exposición Nacional de Valencia de 1910.
Una calle de Mingorría lleva el nombre de Celedonio Sastre, un abogado abulense que fue miembro de la Junta Revolucionaria de Ávila en 1868, también llegó a ser Alcalde de la capital en 1877 y 1878, y presidente del casino de la ciudad en 1900. Además fue cuñado del escritor y pensador Jorge Santayana.
La variedad de uva que se cultivaba antiguamente era la uva blanca verdial, de excelente calidad, pero dicha variedad, como nos cuenta José Luis Sastre en la revista «Olalla», fue sustituida paulatinamente por miedo a la filoxera por una variedad de uva negra tinto del país y garnacha de maduración tardía, de donde se elabora vino de mesa, siendo esta la uva que se produce actualmente.
La abundancia de viñedos en la zona propició la aparición de una incipiente industria de elaboración de alcoholes y aguardiente en Monsalupe, de la que todavía se conservan las de- pendencias de antaño, tal cual se edificaron. La construcción de la fábrica de aguardiente fue llevada a cabo por Demetrio García allá por los años cincuenta.
Tío Demetrio era uno de los labradores más pudientes del pueblo. Tenía una importante hacienda que mantenía con dos o tres parejas de mulas de labor, e incluso de bueyes o vacas, y era propietario de un lagar frente a la iglesia. En aquellos años las viñas todavía ocupaban un gran número de fincas de los pueblos de la zona, por lo que se producían muchos desechos después de hacer el vino. «Tío Demetrio» decidió entonces aprovechar el orujo que se obtenía después de la vendimia en la multitud de lagares que había en los pueblos y transformarlo en alcohol o aguardiente.
Para la incipiente industria que proyectaba construyó un edificio de gran altura en los terrenos que poseía junto al arroyo Berlanas, situados en las afueras del pueblo, donde tenía una huerta con noria y un palomar.
La fábrica fue dotada de dependencias, instalaciones y alambiques apropiados, ocupando a cuatro personas que la mantenían en funcionamiento ininterrumpido desde octubre hasta abril.
El aguardiente elaborado se vendía después, para ser refinado, a una destilería de Palencia, donde se utilizaba en la fabricación de anises y coñacs.
El abandono del campo propició el arranque de viñas y ante la falta de uva y orujo la fábrica tuvo que cerrar en 1972. Los mozos de entonces todavía recuerdan aquellas noches frías de invierno, cuando se reunían de juerga en la fábrica aprovechando que el horno que hacía funcionar el alambique no se apagaba ni de día ni de noche, y que la bebida nunca faltaba.
MOLINERÍA.
Los molinos construidos en la zona constituyen un destacable ejemplo de arquitectura popular, donde la piedra se convierte en el material básico, lo que se observa en los molinos del Adaja situados en Cardeñosa, Mingorría, Zorita y Pozanco, a los que añadimos los situados en cercano río Voltoya a su paso por la provincia abulense por Tolbaños y Velayos y Sanchidrián.
Todos ellos fueron emplazados aisladamente fuera de los cascos urbanos, a una distancia de los mismos que va desde los quinientos metros a casi los tres kilómetros, tal y como ya hemos descrito en artículos anteriores (DAV, 8 y 15/09/2024).
La construcción de los molinos tenía un alto precio, por lo que era normal que el mismo fuese financiado por varios propietarios con gran poder adquisitivo, aunque su titularidad acabó siendo, mayoritariamente, de fundaciones benéficas y órdenes religiosas a través de distintas donaciones, si bien en su mayoría eran explotados en renta por los molineros de Cardeñosa, Mingorría y Zorita.
En cuanto a la tipología de los molinos, apuntamos que los edificios solían ser de una planta con un sobrado, ampliándose una segunda planta de adobe en alguno de ellos. La mayoría de ellos también eran utilizados como vivienda temporalmente, por lo que disponían de cocina. Y como era preciso atender a las caballerías que transportaban la harina y el grano también se disponían construcciones anejas destinadas a cuadras y pajares.
En esta tipología, sobresale el edificio majestuoso de lo que fue el batán El Caleño o molino El Francés, utilizado en el tratamiento de paños y pieles, antes de reconvertirse en molino harinero. Hasta hace unos años se conservaban las paredes de mampostería de una construcción de dos plantas, además de la infraestructura que posibilitaba su funcionamiento. Actualmente, dichos restos se encuentran bajo las aguas del azud construido para el regadío de los campos de la Moraña.
Algunos molinos, como el «Hernán Pérez», cuentan además con gallinero, palomar y pocilga, molino que puede servirnos de ejemplo del ingenio de los constructores de molinos y de los artífices de su funcionamiento. Una gran pesquera o presa embalsa el agua, que se canaliza hasta el molino entre abundante arbolado de fresnos. El agua, después de mover las ruedas hidráulicas, servía a otro molino conocido, como solía ocurrir en la zona agreste aguas arriba.
Casi todos los molinos utilizaban directamente el agua del río como fuente de energía, con excepción del molino del «Cubillo», en Pozanco, que utiliza el agua de un manantial, y el molino de «Canongía», que también lo obtiene de un pequeño arroyo y un manantial, lo mismo que el molino llamado “Cubo de Mariscano”, que se servía del arroyo del Monte antes de desembocar junto al molino de Trevejo, en Mingorría.
Para el aprovechamiento energético del río se construyeron pequeñas presas o azudes que cortan el cauce, creándose una importante masa de agua denominada pesquera. Desde aquí el agua se conduce hasta el propio molino a través de un canal o cacera, o «chorro» formado de gruesas paredes de piedra o excavado sobre el propio terreno, en algunos casos el agua se recoge después en una balsa, como en el molino «Trevejo» o los molinos «Cubillo» y «Canongía».
Cuando el agua llega al molino pasa a través de una o varias aberturas practicadas en la pared, bien a un depósito o cubo, de ahí la denominación de algunos molinos como «El Cubo» o «Cubillo», o bien descendiendo por un bocín o saetín hasta golpear el rodezno o rueda hidráulica horizontal, situada debajo del piso del edificio, la cual hace girar, moviendo directamente por un eje vertical, las ruedas de moler situadas en el piso superior. El agua sale después por el cárcabo y por un canal de evacuación o «socaz» se dirige de nuevo al río.
Cuando se dice que un molino tiene una o varias piedras o muelas, se quiere decir que se podía moler simultánea o alternativamente con una o más piedras.
Los molinos de la zona responden al esquema básico de funcionamiento descrito, aunque hay que lamentar el alto número de ellos que se encuentran totalmente arruinados. A pesar de todo todavía hoy puede verse moler grano como hace cientos de años en el molino de «Hernán Pérez», en Zorita.
Normalmente el pleno rendimiento del molino solía durar ocho meses al año, desde los Santos (1 de noviembre) hasta San Juan (24 de junio), dependiendo después del agua que dejaba el estiaje. Su funcionamiento solía ser de doce a catorce horas al día, si bien en la descripción de Ensenada se dice que algunos molinos molían día y noche.
Finalmente, sobre la importancia de la industria molinera de nuestros pueblos, anotamos aquí de nuevo que en el siglo XIX el Diccionario de Pascual Madoz (1845-1850) señala que Mingorría cuenta con una veintena de molinos harineros, los cuales serán desamortizados para pasar a manos de particulares.
Años más tarde, en el Nomenclator de la Provincia de Ávila de 1863 se censan en Mingorría y Zorita quince molinos, en Cardeñosa hay seis y en Pozanco tres, a los que seguían el de Navares (Peñalba) y el de «Los Lobos» o «Los Pobos» en Hernansancho, además de los molinos del Voltoya.
Sin embargo, hoy debemos lamentar que en la actualidad no queda ninguno de dichos molinos en funcionamiento, y la mayoría están abandonados y en estado ruinoso, solo que la belleza paisajística que traza el que sigue su curso.