
POR FULGENCIO SAURA MIRA, CRONISTA DE ALCANTARILLA Y FORTUNA (MURCIA)
Desde la altura se columpia la mirada en un vaivén de colores que recrean el paisaje. Roncos telares fibrosos dan pinceladas briosas en sus cimas heridas por la insidia y el desaliento. Los ocres umbríos se pegan a sus ribazos horros de alegría. Sobre ellos reposa el granero techado con afán de humildades cansinas que blanquean, como puntos de encuentros de pastores que vagabundean por su alrededor, peregrinos buscando el santuario donde cobijarse.
Se presiente en ello la soledad, el silencio que es una sinfonía de raíces sepultadas y abrozos olvidados, renglones metálicos partidos a empujones. Viciosos de la noche conviven con sus espectros y esperan el aquelarre de brujas indefensas.
La Umbría estalla en su letargo, rebullo de restos agoreros que templan el aire y da aliento a la aventura.
La pedanía goza de complexiones anárquicas, desajustes geológicos que entumecen y desgarran. En la altura de suaves prados, vegetal olvidado; se columbra la casona abandonada en una acción de gracias, porque asiste a su temple de suave convivencia. En la soledad y queja de la tierra se asoma el estío como decoración única.
Estos retazos exiguos de arenisca rozando el aire, quedan rezagados, redoblan su acústica lisonjera en un estremecimiento de opacidad sangrante. Con el sol tozudo se aploman los ramblizos en eterna soledad. Hierven los yerbajos acomodados a su holgura, y todo se adormece en lienzo petrificado.
Lo que sucede es que, desde arriba se otean las lomas sedentarias que forjan un monólogo con el tiempo. Se acartona el espacio en cuadrangular forma de lienzo soturno, apagado en los repliegues como goznes de soledad; y se encienden los huertos menudos que acogen una casa del labriego, ahora solitaria.
TIERRAS HOSCAS DEL PAISAJE.
La Umbría se encierra en un abismo pétreo que se colma con la llegada, en la vaguada, del río, que marca su camino en una fastuosa ruta por el paisaje. Y no desdora la palmera como delicia de la mirada, compañera del silencio; ni siquiera se desgasta la casona junto al sendero, con sus muros desaliñados, el portón abierto y las tejas despeñadas.
S e empinan las cumbres y aloja el agua en requiebros desusados, por donde aparece una fuentecilla coloquial, cita de mozas que buscan soledades compartidas.
A veces se agita el aire y suena la voz de la mujer con la que no ha mucho conversé sobre agonías sentidas en su mente, agorera de otro tiempo, émula de Circe; saboreaba la negritud del futuro osando intuir visiones desabridas, punzantes y temerosas.
Solía ver, en sus insomnios intermitentes, familiares que murieron y posaron ante ella como fantasmas del otro lado de la vida. Y hasta, fijándose en las manos, expresaba el arte de la quiromancia como bruja desabrida. Pero tenía buen ver y nada calibraba le presencia de un alma agitada.
Tuvo la mujer conmigo buenas resoluciones visionarias, y no entorpecía su rostro la nomenclatura de las cosas, aunque mostrara sus tiznajos de misterio que se aplacaban con sus meditaciones sostenidas.
Me mantuve durante un tiempo en desaires percibidos ante la vivienda de la curandera, delatando el silencio y la ausencia de vida en su interior.
Quedó la casa enturbiada por la memoria de aquella figura de vértigo, salpicada por la desazón, y cuando de nuevo transcurro por su costado, templo la mente en lances renovados, tornando la mirada hacia los tétricos y formidables ramblizos del lugar.
Se amansan otras tierras en lances solitarios en busca del silencio, orillando las sierras que cumplen su función en el horizonte. Quedan allí embrujando sus horas mágicas persuadidas de su temple rígido. Hallazgo amansado en vertical pirueta en sus cumbres de azules petrificados.
Se anotan en sí mismas, sin milagreros encajes de ocasión. Simplemente entonan su sinfonía de deleite, esbeltas o sumisas, ladeadas por sus laminares desterrados.
Desde la sierra de Quibas, enigmática, a la Peña Roja hay un espacio de silencios cortados, a veces fluidos en las propias señales de la tierra que vive y se lamenta.
La geografía aquí se desata en giros y curvas, se hace inolvidable en sus cárcavas segadas por el constante viento, cuando se abren en pliegues disecados cerca de Mahoya donde la palmera es verdor de vida, salmo del alma misma.
Se dora en las vestiduras calientes de Balonga con sus bríos renovados, o se estiran y aprietan en torno a la rambla de la Parra. Pero en todo caso el sol dibuja sus faldones provocando el apolíneo enfoque, como signo de ensamblaje peculiar.
Lo delirante y sugeridor asoma a cada paso. Es la metodología de esta piel irredenta de paisaje curtido, trazado en el vértigo de una erosión desbocada.
Entre el ramblar y la montaña converge el episodio de la llanura en nostalgia de verdes que aparecen en el barroco espectáculo de El Sahués morisco, con sus sendas que arriban a casas despobladas, junto a los arcones de piedra y acequias de bondades explicitas.
Resbala la mirada por el lienzo desperdigado de roncos azules que se extinguen en curvas por laterales de Cantaelgallo, que se esquina en sendas añosas equidistantes. Peregrinar por allí es mantener una nostalgia con el Négueb con sus pasajes de dromedarios y lecturas evangélicas.
Puede que por su extensa planicie se otee la figura del patriarca Abrahán auscultando las estrellas infinitas de sus generaciones, o se inyecte en los ojos la terquedad tenebrosa de un paisaje de tentaciones eremíticas. O cabe que suspiremos ante la majestad de una naturaleza petrificada entre los salmos de la pobre vegetación, que es brote de vida.
Sobre nuestra mirada aparecen líneas de horizonte que se disuelven entre brumas. Por encima las nubes sedosas y circulares se amansan, en tanto que se entona en la superficie terrestre, fragmentos metálicos de ocres y bermellones como pinceladas de paleta egocéntrica.
En unos y otros términos se ayunta la calma de una densa plasticidad rotunda en colores goyescos, bruscos, cuando no sujetos a claros gozosos que contrastan entre sí.
Y en ese itinerario jocoso cabe encontrarse con el reseco árbol que extiende sus añosos brazos a la casa aquietada por los años. Queda en la cima de la loma y se acerca a su eternidad. Si estas tierras de la apartada Abanilla son tristes y yermas, paisaje lunar en ciertos pagos, tierras moriscas y pobres que nos deleitan al alma.
FUENTE: EL CRONISTA