POR ANTONIO ORTEGA SERRANO, CRONISTA OFICIAL DE LA VILLA DE HORNACHUELOS (CÓRDOBA)
Hoy 27 de Noviembre, se celebra en España el Día del Maestro, por lo que en los distintos centros educacionales, es tradición que los alumnos deberían tratar de obsequiarlos con un merecido homenaje. Yo deseo unirme a éste acto con mi artículo, en el que narro los recuerdos que me quedaron de mi gran educador. Ya que hace tiempo que en esta sociedad materialista en la que hoy vivimos, se ha dejado de hablar, o por desgracia, se habla cada día menos, de las calidades humanas de las personas, que son y seguirán siendo portadores de valores eternos.
El buen maestro de escuela de antaño, aquél hombre que no se conformaba con dar a sus alumnos unas meras enseñanzas académicas, que era Magíster tres veces más que los demás, que ejercía de guía para las conciencias de sus jóvenes educandos, aquél viejo maestro de tiempos pasados que amaba por vocación su profesión por encima de todo, aquel que le costaba muchísimo trabajo llegar a final de mes con el miserable sueldo que cobraba, como no fuese ayudándose con clases particulares nocturnas, aquel que sin embargo, no hacía huelgas, porque le pidiesen hacer un pequeñísimo esfuerzo en tiempos de crisis. Y no como ahora, que afortunadamente cobran un sueldo digno, posiblemente el doble que cualquier trabajador, y lo que yo me alegro y me congratulo de ello, pero al mismo tiempo he de pedirles que sean más tolerantes, como hacemos los demás, incluso los que ya somos pensionistas. Así mismo se ha dejado de hablar hace mucho tiempo y salvo raras excepciones, de temas tales como la honradez, la caballerosidad, el espíritu de servicio, la responsabilidad, el deber, el honor y un largo etcétera.
Los buenos maestros de escuela de antaño, los de mi época al menos, aquella mujer o aquel hombre que no se conformaban con dar a sus alumnos unas meras enseñanzas académicas, y que como he dicho al principio eran Magíster tres veces más que los demás, que sólo deseaban que sus alumnos aprendiesen y se hicieran hombres de provecho, se merecieron siempre este homenaje.
Yo aprendí mucho de uno de ellos. En mis años de estudiante de primaria, tuve la suerte de contar en mi aprendizaje con uno de estos Maestros. Era un hombre menudo, con pelo negro y rizado, y en su respingona nariz descansaban unas antiguas gafas de cristales redondos, y casi siempre empañados de tantas veces como se las tenía que subir; miraba por encima de ellas para vigilarnos cuando no prestábamos atención a la clase o nos lanzábamos algún papelillo enrollado y, de vez en cuando sonreía, como diciendo para sí: ¿Creéis que no os veo? ¡Qué ilusos! Naturalmente lo que ocurría es que era muy condescendiente. Era natural de Montilla, precisamente del mismo pueblo cordobés en que viviera otro gran Maestro de Maestros, San Juan de Ávila, y naciera nuestro Gran Capitán, algo que llevaba muy a gala y que le llenaba de orgullo, siempre nos lo recordaba con algún pasaje de aquellos dos grandes hombres. De él aprendí muchas cosas buenas, pero de las que mejor recuerdo tengo, era cuando nos decía que para llegar a hacerse un hombre de provecho, había que guardar el máximo respeto por nuestros mayores y por todos nuestros conciudadanos, que era ineludible ser honrado, tener espíritu de servicio, ser responsable y siempre, como medida prioritaria, tratar a todos nuestros congéneres como a nosotros mismos desearíamos que se nos tratara.
Por lo que con pesar pienso que ya no se habla de temas tales como: el respeto, la honradez, la caballerosidad, el espíritu de servicio, la responsabilidad, el deber, el honor y muchas cosas más, todo ello muy necesario para que un ser humano reciba desde la niñez la educación que merece y que por ley le corresponde.
Como resultado de esta falta de consideración, en que ahora nos sumergimos, cuando deberíamos con más nobleza penetrar en el corazón de nuestros conciudadanos, nos vemos en un cierto descarrío, en una cierta orfandad de metas y horizontes y en un cierto desmoronamiento de principios sólidos para apoyarnos y para crearnos un pedestal para nuestras conciencias, para nuestras acciones, para nuestras relaciones personales, profesionales y ciudadanas, pero sólo hacemos lo contrario.
Tampoco el hogar contemporáneo en este mundo occidental en que nos encontramos instalados, lleno de consumismo, de prisas y de competitividad en el que nos desenvolvemos, tampoco en él cuenta ya, -o al menos en muy pocas ocasiones-, la voz del padre o de la madre, aconsejando y tratando de guiar a su hijo por ese buen camino, antes bien, ahora muchos, o al menos una parte de nosotros culpamos al educador del mal comportamiento de nuestros hijos, sin ni siquiera analizar el por qué, y que jamás intentamos encauzar a nuestros retoños por caminos de valores íntimos y necesarios, de valores humanos, de ética y de conducta cívica, cuando toman caminos distintos y alejados, cuando se les inculca la apariencia del gasto por el gasto, la abundancia por el consumismo, el poco estimulo por el porvenir, el no crear en ellos una iniciativa de la necesidad de ser algo en la vida, y sólo les concienciamos del oropel con el que nos deslumbramos a nosotros mismos y pretendemos deslumbrar a los demás, ya que los dejamos a su libre albedrío; que vean sin limitación la televisión de hoy, esa que está llena de sexo o de violencia, sin tener en cuenta, ni la hora, ni su edad, que suelen ser medios con los que profundizan cada vez más y tan sólo en dogmas sociales externos a los personajes actualmente en boga, dogmas que todos aceptamos sin ni siquiera detenernos a pensar que nuestros hijos son responsabilidad nuestra y no de los demás, aunque también los educadores tengan su parte en ello.
Una vez hechas estas reflexiones, creo que nos llevarán a descubrir a lo que podemos llegar nosotros mismos si no sopesamos nuestras actitudes. En estos tiempos es fácil y doloroso ver a jóvenes de ambos sexos, con no más de trece a catorce años a lo sumo, campando a sus anchas a altas horas de la noche y en muchos casos, bebiendo incontroladamente para conseguir divertirse. Y mi pregunta es: ¿Eso es divertirse o es buscar la muerte prematura? ¿Sabemos los padres, donde están? ¿Sabemos qué hacen y con quien están? ¿Nos preocupa lo que les pueda ocurrir? La respuesta es difícil, y sólo nos la podemos dar nosotros mismos.
Un buen padre tiene la obligación de da a sus hijos una educación acorde con los cánones del respeto y consideración hacía la familia en primer termino y tratar de inculcarle siempre que sigan la senda del bien, la única que les puede llevar a la meta de la responsabilidad, del bien hacer, en la que a la larga, recibirán la recompensa de haber triunfado en la vida. Siempre debemos tratar de aconsejar a nuestros hijos que los senderos que llevan a esa meta, sin lugar a dudas, aunque sean pedregosas y llenos de obstáculos y a veces, con malas tentaciones; pero si con nuestra orientación saben sortear todos los imponderables, llegarán al final con la satisfacción de haber obtenido la meta deseada.
Les puedo asegurar que nuestros consejos no caerán en saco roto, son tan necesarios como la vida misma, les aseguro que no pretendo hacer doctrina con mis palabras, -Dios me libre de ello-, ya que solo deseo exteriorizar un sentimiento y recordar lo que aprendí de aquel Maestro montillano, ¡El camino de la verdad! ¡El de la grandeza de miras y del buen comportamiento!