
POR MARÍA DEL CARMEN CALDERÓN BERROCAL, CRONISTA OFICIAL DE CABEZA LA VACA (BADAJOZ)

Él no era un genio, era ‘el genio’, no era un renacentista, era ‘el Renacimiento’.
En un mundo donde se reparte el calificativo de «genio» con la ligereza de quien lanza confeti —a cantantes, deportistas o influencers—, hablar de Leonardo da Vinci impone cierto respeto, porque si hubo alguien que encarnó el genio en estado puro, fue él. No por una obra ni por una disciplina, sino por una vida entera consagrada a la obsesión más poderosa que existe: entender.
Leonardo no era simplemente un pintor extraordinario. Tampoco un ingeniero brillante. Ni un anatomista de vanguardia. Era todo eso a la vez. Y algo más: un hombre que no concebía límites entre saberes. Su mente era un campo abierto donde el arte se cruzaba con la ciencia, la filosofía con la mecánica, la poesía con la geometría. Si hoy lo encajáramos en una etiqueta, no cabría en ninguna.
El arte como investigación
La Gioconda no es solo un retrato. Es una declaración de principios. La sonrisa más discutida de la historia no se pintó por capricho. Leonardo llevaba años diseccionando cadáveres, descomponiendo rostros, estudiando la luz que rebota en el iris y las emociones que se cuelan en una comisura. Lo suyo no era un simple ejercicio de talento, sino el resultado de una investigación científica: músculo a músculo, nervio a nervio.
No dejaba de pintar la obra porque no le saliera. No la terminaba porque siempre encontraba algo nuevo que afinar y perfeccionar. Como si esa sonrisa fuera un acertijo sin solución definitiva. Al mirarla, se duda si, en verdad, está sonriendo o no, nos está observando o nos deja observarla. Esa ambigüedad es la obra maestra de una mente que jamás se conformó con lo evidente y que siempre se atrevió a ir más allá.
Más allá del pincel
Lo más curioso es que, en su tiempo, Leonardo era tanto inventor como artista. El Duque de Milán no lo contrató por su talento con el óleo, sino por su capacidad para idear sistemas hidráulicos, proyectar fortalezas y diseñar espectáculos mecánicos. Fue escenógrafo antes que pintor, ingeniero antes que académico. En sus cuadernos hay planos de helicópteros, puentes, submarinos y máquinas imposibles. Algunas nunca funcionaron; o sí, con otros nombres, con otra autoría, anticipándose a su tiempo por siglos.
Esa mezcla de arte, ciencia y teatro la vemos, por ejemplo, en La Última Cena. Más que una escena bíblica, es una coreografía emocional. Cada apóstol reacciona al anuncio de Jesús como si la noticia les atravesara en tiempo real. La composición guía la mirada, el movimiento se propaga en ondas. No es una pintura, es una escena suspendida en el vértigo del instante.
Se atreve incluso a hacer de su pensamiento la cuestión que a tantos ha hecho devanarse los sesos en investigaciones sobre si Jesús estaba casado, si tenía una hija, si es San Juan o Magdalena quien aparece en el cuadro, si el centro no es verdaderamente Jesús sino un bebé…
El hombre tras el mito
Leonardo no fue un personaje fácil. Era hijo ilegítimo, zurdo, vegetariano y homosexual en una Italia renacentista que no toleraba mucho de eso. Y, sin embargo, fue admirado y solicitado. Caminaba por Florencia con túnicas de colores, rodeado de matemáticos, músicos y arquitectos. Vestía como un dandy y pensaba como un sabio. Su libertad personal era tan radical como su pensamiento.
Tuvo rivales, claro. Con Miguel Ángel compartía talento y poca simpatía. Eran el día y la noche: Leonardo, sociable y refinado; Michelangelo Buonarroti, oscuro y atormentado. Competían por encargos, chocaban en estilo y en temperamento. Nunca se soportaron. Pero ese enfrentamiento terminó siendo un regalo para la historia del arte.
El legado de la inquietud
A diferencia de tantos sabios que se especializan en un rincón del conocimiento, Leonardo decidió no elegir. Quiso saberlo todo. Y, aunque no lo logró —nadie puede—, dejó constancia de cada intento.
Hoy sus cuadernos siguen fascinando no por las respuestas, sino por las preguntas. Porque esa era su verdadera fuerza: preguntar con la mirada de quien nunca se cansa.
Leonardo da Vinci no fue un hombre que vivió en el Renacimiento. Fue el Renacimiento. Y no por lo que hizo, sino por lo que fue capaz de imaginar.