POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Andaba el que suscribe reflexionando acerca de la vida y la historia, del recuerdo y la mitificación, tras el fallecimiento de Adolfo Suárez el pasado domingo. Y no es asunto baladí, la verdad. Oyendo, leyendo, viendo la cascada de declaraciones oficiales, institucionales y personales de instituciones y representantes oficiales y personas, no había tenido momento de pararme a pensar un poco y asimilar toda la información que los medios de comunicación han liberado en apenas diez horas, inundándolo todo. Resulta muy difícil qué leer o tener en cuenta en una avalancha informativa de tales proporciones, por lo que un servidor prefiere siempre volver la vista atrás y relativizar la situación. Devolver al hombre a su humanidad y pensar en la importancia que una figura reconocida tiene y en qué medida oculta lo que representa.
Y, siendo sinceros, como habitante del Real Sitio he tenido tiempo de analizar líderes políticos patrios de importancia capital. Todos los Borbones, desde el primero, han residido temporalmente en mi Paraíso. Junto a ellos, los principales políticos de cada momento pasearon sus problemas por las calles del Barrio Alto. Del abofeteado machista Calomarde a los desamortizadores Mendizabal y Madoz, pasando por los Generales Narváez y su espadón, Serrano y sus cuitas amorosas; O´Donnell despeinado, Prim, víctima de algún general enamorado, sentadito en su coche con la Guardia Civil; Martínez Campos, pronunciándose una y otra vez.
Cánovas del Castillo y Sagasta acompañaron la penuria vital de Alfonso XII. Antonio Maura se dejó ver repetidas veces con aquel uniforme que lucían los Presidentes del Consejo de Ministros y que hoy sólo llevarían los porteros del Hotel Waldorf-Astoria.
Eduardo Dato, en moto, y José Canalejas, “germinalizado”; y el General Berenguer, el de la blandura; el General Miguel Primo de Rivera, siempre enfadado con los elitistas y reaccionarios oficiales del Real Colegio de Artillería de Segovia; su Excelencia Niceto Alcalá Zamora y la mujer de su secretario, Rafael Sánchez Guerra, azote de aristócratas privilegiados y detentadora de poderes que ni siquiera otorga el matrimonio; Manuel Azaña, ídolo de las izquierdas burguesas y Alejandro Lerroux, el más español de todos los catalanes nacidos en Córdoba; los olvidados Samper, Chapaprieta y Manuel Portela Valladares, con su peinado imposible; el General Franco y sus truchas amaestradas, firmes en la piscifactoría, esperando picar su anzuelo bien cebado con destrucción y olvido; Juan Carlos I y mi paisano Don Juan, su padre, de brazos tatuados y voz tan rota como su vida; Leopoldo Calvo Sotelo y sus gafas espantosas; Felipe González, rodeado de ministros marroquíes, y José María Aznar, de incógnito en la Casa de las Flores con todos los periodistas a las puertas; José Luis Rodríguez Zapatero, perdido en una boda en el Parador y Mariano Rajoy, con sus hijas, paseando por los jardines, preguntándose por qué tiran cohetes el día de San Ildefonso en el Real Sitio.
Y, por supuesto, Adolfo Suárez. De camisa azul mahón y de camisa blanca. De gobernador, de Secretario General del Movimiento, de Presidente del Gobierno y de lo mismo, ya caducado. De líder de la transición acorralado por sus acólitos. Fumando desprecio en su escaño azul ante los ignaros de las pistolas.
Y por más que pienso en todos ellos y en los que no quiero nombrar, no encuentro al verdadero motor de nuestros cambios entre la interminable lista. Me esfuerzo en analizar sus momentos, sus decisiones, su contexto y me sigo quedando frío.
Porque, en verdad, frío es y ha sido el perfil del político español, más oportunista que líder, más espectador que protagonista. En la muerte de Adolfo Suárez, palmeros y detractores no se pondrán de acuerdo en sus virtudes y defectos; en sus logros y errores irresolutos, ya que ni él mismo lo hizo.
En este país de irredentos, donde nadie hace un verdadero ejercicio de conciencia, ningún político cabal dejó memorias honestas al respecto de su periplo por esta cenagosa realidad. Sé que algunos lo intentaron, como Carrillo o Fraga, pero, como diría Antonio Muñoz Molina, a la española, sin aceptar responsabilidad sobre mal alguno y sí todos los méritos posibles.
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