POR ANTONIO ORTEGA SERRANO, CRONISTA OFICIAL DE HORNACHUELOS (CÓRDOBA)
IN MEMORIAM
“TENGO EL PRESENTIMIENTO DE QUE ME MATARÁN EN HORNACHUELOS”
Al enterarse de la noticia su madre y una intima amiga acudieron rápidamente a la ventana de la casa de D. Francisco Gamero-Cívico, habilitada para –Cárcel del Pueblo- y por la reja y, sin hablar, sin llanto y con resignación -según contaron los testigos-. Se dieron un beso, que para Victoria, al menos, tuvo que ser conscientemente, de despedida.
Más tarde, doña Victoria y su amiga acudieron a casa del estanquero don Arturo, compañero, vecino y amigo de Victoria que era afín al bando republicano, para ver si había manera de conseguir que Victoria y don Antonio (el Cura Párroco) regresasen a casa o al menos de averiguar lo que estaba ocurriendo, y lo que iba a pasar. Pero no consiguieron nada, Don Arturo -que según los testigos apreciaba mucho a Victoria- al parecer no estaba en casa, y su padre respondió con evasivas. Doña Victoria y Agustina también acudieron al Comité. Estos esfuerzos, que resultaron ineficaces, fueron acompañados, sin duda, por los sentimientos de Victoria, ya dispuesta y resignada al martirio.
Hacía las dos de mañana del día 12 de agosto de 1936, los detenidos, con unos cuarenta milicianos, fueron esposados de dos en dos y conducidos hacia la salida del pueblo. Según contaron algunos testigos, salieron por la puerta posterior de la casa de don Paco, por un callejón que estaba enarenado para evitar el ruido de las pisadas en las calles empedradas de Hornachuelos.
Los relatos del camino desde la casa de don Paco en el centro de Hornachuelos hasta la mina del romano en la finca del Rincón -que distaba unos doce kilómetros por caminos de serranía- en medio de la noche, coinciden en muchos detalles. Los únicos testigos visuales, evidentemente, fueron los propios milicianos, y la historia
se reconstruyó a partir de conversaciones entrecortadas que escucharon Angeliza Cárdenas, del “Kiosco de Angeliza», que estaba a la salida de Hornachuelos, y María Jesús Cárdenas Montilla, que tenía la habitación contigua a la herrería y escuchó a los milicianos que volvían de la mina. Naturalmente, aquellos hombres no debían tener mayor interés en hacer aparecer a Victoria como una heroína. Y sin embargo, lo que prevalecía en sus conversaciones era el recuerdo de las palabras y las acciones de la única mujer del grupo.
Comentaban, cómo, camino de la mina, daba ánimos a sus compañeros, cómo les decía: “Ánimo, daos prisa», “nos espera el premio», “veo el cielo abierto», como el primer mártir de la Iglesia, san Esteban; comentaban cómo parecía no desfallecer ante nada, que iba hasta contenta, Parece ser que uno de los detenidos murió por el camino.
A la salida del pueblo contaban cómo los detenidos se habían colocado junto a la pared del cementerio, dispuestos a ser fusilados allí mismo. Pero eso era demasiado cerca de la población, y se oirían mucho los disparos en el silencio de la noche, así que los milicianos habían ordenado a los presos seguir ade1ante, camino de la finca y de la mina del romano en el Rincón. La subida es ardua, por camino pedregoso. Varios de los hombres de la patrulla comentaron que Victoria había perdido un tacón y tuvo que hacer parte del camino descalza.
Empezaba a amanecer cuando al fin llegaron a la ya extinta mina. Allí, en una caseta, se celebraban los juicios, que simplemente confirmaban lo que ya sabían todos —detenidos y acusadores— que la única sentencia posible era la muerte.
La fosa de la mina tiene boca rectangular y es bastante profunda. Cada acusado se colocaba delante de la fosa y caía al ser disparado sobre el anterior, y el anterior, y el anterior. Victoria fue la última. Según estos relatos, y según la creencia de mucha gente del pueblo, no pudieron ser de Hornachuelos los que dispararon contra Victoria y don Antonio. La gente de Hornachuelos se niega a pensar que hubieran matado a su propia gente. Porque, después de ocho años de vida, de esfuerzo y de muerte, Victoria ciertamente era de los suyos. El momento final tiene mucho de dramatismo, de espera, y hasta casi de esperanza de poder salvar a la única mujer del grupo.
Hubiera sido tan fácil. -Pensaban ellos-. Sólo un grito uniéndose a la causa y podía conservar su vida. Únicamente con que depusiese su terquedad en confesar su fe y podía ser devuelta a su casa, a su madre, a su escuela. Pero “era muy terca la maestrita», comentaban los hombres, sorprendidos de su tesón. No era terquedad lo que mantenía firme la voluntad de Victoria. No era sólo tesón lo que la hacía confesar que no podía traicionar su convicción más profunda. Era la misteriosa fuerza que sostiene la debilidad. Era la fortaleza que ella había admirado tanto en los mártires y que ahora reconocía en su propio corazón. Hubo un momento en que pensaran que quizá, al fin, iba a ceder. Levantó los brazas. Atónitos, la oyeron exclamar, no el grito esperado, sino el que brotaba de su fe: «Viva Cristo Rey y viva mi Madre». Y mostraba en su mano apretada la pequeña imagen desgastada de la Virgen que la acompañó hasta allí. Un segundo después dos disparos —a la cabeza y al estómago— convirtieron por fin todo en rojo de fuego, sangre y luz. Amanecía sobre el escenario que forman las colinas en círculo alrededor del lugar en que se encuentra la mina del romano en el Rincón. «Veo el cielo abierto», había dicho Victoria por el camino, como un presagio.
Ahora, sobre el sepulcro que guarda los restos de su cuerpo en la catacumba cordobesa de la Plaza de la Concha, 1. Sólo un nombre, que es triunfo: VICTORIA.