POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)


Un final de diciembre me convertí en abuela. No era más joven ni más vieja que antes, pero empecé a ser diferente en el mismo instante que apareció a mi nieta con su gorrito de hospital. Era tan chica que tuve miedo de cogerla. Pero lo hice. Entonces al fin comprendí que era cierto lo que me decían los demás abuelos. Que a los nietos se les quiere de un modo especial. Que se haría por ellos lo que fuera. A la vez tuve la certeza de que esta España nuestra, llena de pobreza y hambre, no he reventado hasta la fecha porque los abuelos prefieren dejar de comer a que pasen hambre sus nietos. Sí, los abuelos españoles son los héroes silenciosos de un país lleno de chillones cobardes. Por eso tengo esperanza en lo que esta por venir. Porque creo que lo que nos va a sacar adelante son esos silencios de los abuelos, no los aspavientos de los banqueros.
Tengo la suerte de formar parte de una generación en la que se respetaba a los viejos. Se les quería, y se les escuchaba. De hecho me crié, en parte, con una abuela. A ella le debo lo mejor de mi carácter. Al menos intento no olvidar lo que me enseñó, con palabras y silencios. Pero, sobre todo, con su ejemplo, sin dar gritos ni reclamar agradecimiento. Mi abuela María me enseñó lo mucho que se puede hacer en una casa con muy poco. Que la elegancia es sobre todo interior. Que la honradez no es solo una palabra. Que la mejor valentía consiste en levantarse a luchar cada día. Que el amor no se predica, se practica. Que la alegría es obligatoria, pero no es cara, porque ni se compra ni se vende. Aún recuerdo con nostalgia aquellas noches de inviernos gélidos en mi pueblo alpujarreño, cuando ni había tele ni la echábamos me menos, porque jugábamos en la mesa de camilla, con garbanzos, a las siete y media y a la ronda; cuando de cena había papas asadas en la lumbre, aliñadas con aceite y orégano. Cuando, al acabarse el brasero de ascuas y marcharse la última vecina charlatana, mi abuela me acostaba en su una cama helada. Pero antes ella calentaba con su cuerpo un lado de la cama compartida, y me lo dejaba a mí para que no notara el frío. Cuando por la mañana salía de puntilla a encender el fuego y vestirme para ir a la escuela. Allí, frente a la hoguera de la cocina, desayunábamos café de cebada humeante, y una tostada de aceite y ajo que olía a sarmientos. Jamás he comido nada tan especial como aquellos desayunos. Y pocas veces fui tan feliz. Sin embargo apenas se manejaba dinero, y el lujo en la casa de mi abuela brillaba por su ausencia. Pero a mi no me faltó de nada.
Ahora, cuando ya nadie recuerda lo que fueron las privaciones que padecieron nuestros abuelos. Cuando habían pasado años desde que muchos los miraban como trastos inútiles. Cuando la sociedad los invisibiliza y anula; cuando sus consejos provocaban sonrisas burlonas porque sonaban rancios, resulta que muchas familias de ricos venidos a menos sacan a los abuelos de las residencias para recuperar una pensión miserable; un dinerillo que entes era el chocolate del loro, pero que hoy evita el hambre y el desahucio. Lo malo es que a muchos de estos abuelos nadie les ha preguntado si viven mejor en sus residencias que en unas familias desestructuradas, en las que ya nadie juega a la ronda ni a las siete y media. En las que se prefiere pasar frío a encender de nuevo la hoguera de la cocina, porque eso huele a cutre. Huele a pobre. Pero, sobre todo, huele a fracaso. Sin embargo los abuelos guardan silencio otra vez. Ocupan otra vez la cama de la que salieron y aceptan de buen grado que su paguilla de viejo sirva para que esos nietos que tanto quieren tengan las tres comidas diarias que ahora promete a los niños pobres el gobierno de Andalucía.
Sí, son estos silencios de abuelo acaso lo mas sólido que nos queda. Pero tanbien son silencios que hieren; que humillan; que denuncian. Silencios que recuerdan nuestros errores recientes. Porque era fácil darse cuenta de que una loca carrera a ninguna parte nunca tiene final feliz. Acaso lo sucedido tenga moraleja. Mi papelera dice que eso nos lo dirán algún día nuestros nietos. Ellos nos juzgaran. Y espero que nos perdonen.