
POR APULEYO SOTO, CRONISTA OFICIAL DE GUADALIX DE LA SIERRA Y LA ACEBEDA (MADRID)

El río de Guadalix es un río de aguas torpes emparejado al poblado que gasta su mismo nombre en el valle Guadarrama donde se reclina el monte central de la cordillera que parte en dos tierras y hombres de Madrid y de Segovia unidas en otro entonces, con un cuchillo de hielo y una dureza de bronce.
Se destila en el invierno y en el verano no corre, de modo que no hay manera de que la gente se moje de arriba abajo los cuerpos durante las vacaciones, ni los campos le reciban porque no riega, demontre.
A la vera del riacho va un camino blanco y pobre que por no tener no tiene ni florecillas consortes, sino cardos, zarzamoras y algún que otro chopo borde, por donde trotan, pasean, sueñan y juegan sin orden mahometanos y católicos, viejos, niños, damas, jóvenes, que hacen de su capa un sayo y del río una hecatombe.
Piedras y algas se disputan sus remansos remolones en los que verdes alisos creyéranse faraones, pero son simples arbustos que ni Dios ni el Diablo oyen cuando el viento por sus ramas silba una canción de amores.
En las orillas del río, que agradables se suponen, ladridos de perros suenan y alucinan entre olores de caballos relinchantes que se mezclan retozones con gallinas ponedoras y con ovejas insomnes ramoneando hasta el último tramo de yerba que brote.
Una limpieza de fondo y superficie, señores, merece este río impuro, de casta y memoria nobles, pues latas, plásticos, trapos, palos, botellas, jergones… le lastran como un insulto con incitantes vapores. En términos coloquiales: lo único bello es su nombre. Por eso, a pesar de todo, dejadlo correr, si corre, que el agua es la vida y vida respira el que a ella se acoge.
(La intención de este romance no lleva mayor importe que la de servir al pueblo. Así se lea y se anote)