AQUEL VERANO DEL 78
Sep 20 2013

POR JUAN CUÉLLAR LÁZARO, CRONISTA OFICIAL DE LA COMUNIDAD DE VILLA Y TIERRA DE FUENTIDUEÑA (SEGOVIA)

Fuentepiñel (Segovia). Monumento homenaje al pueblo castellano.
Fuentepiñel (Segovia). Monumento homenaje al pueblo castellano.

Corría el verano del 78. Echando la vista atrás después de tantos años, se me amontonan y desperdigan los recuerdos, que a duras penas consigo ordenar en el desván de mi memoria, cada vez con más goteras por los efectos del vendaval que supone el paso del tiempo, juez sempiterno que arrastra nuestras caducas neuronas hacia el país de Nunca Jamás.

Entonces no sabíamos que aquel periodo de nuestra Historia (con mayúscula), que hoy conocemos como Transición (entiendo que de la Dictadura a la Democracia) iba a ser tan trascendental para nuestro país (decir España por aquel entonces tenía un cierto regustillo rancio y quien osaba pronunciar el término solía ser tachado de reaccionario por el progresismo militante).

Tampoco éramos conscientes de que nosotros mismos, los que habíamos nacido muy a finales de los cincuenta o a principios de los sesenta, también estábamos en pleno proceso de transición, pero en este caso de la juventud a una madurez temprana tanto cronológica como, y sobre todo, de formación de nuestra personalidad, procediendo como procedíamos de una época en la que la educación unidireccional en nuestra niñez había estado ciertamente teledirigida.

Con nuestras hormonas fisiológicas en plena efervescencia y las hormonas mentales en estado de gran agitación, aquella juventud inquieta desplegó iniciativas y fue partícipe imprescindible del gran proceso de cambio y de apertura que se experimentó en la sociedad española.

Muchas de estas iniciativas se llevaron a cabo en las zonas rurales, sobre todo a raíz de ir adquiriendo carta de naturaleza las Autonomías, con el consiguiente sentimiento de pertenencia a una región concreta del Estado español.

Eran años en los que el hecho de haber nacido en un pueblo se llevaba por bandera y era un buen argumento para presumir, y el que había nacido en la capital se adscribía con orgullo al de sus padres o al de sus abuelos. Tener pueblo, como se decía entonces, era un motivo de presunción y de satisfacción. Emigrantes en las capitales por razones académicas, a la mayor parte de los jóvenes que procedíamos de los pueblos poco o nada nos retenía en ellas una vez concluido el curso escolar, y casi todos iniciábamos el viaje de regreso a nuestros lugares de origen tanto para cumplir obligaciones laborales, sobre todo de índole agrícola-ganadera (cosechar cereales, cavar y regar remolachas, patatas o girasoles, atender alguna nave de cerdos, o cualquier otra de similares características), como para reencontrarnos con nuestros paisanos y amigos de la niñez con los que, un verano sí y otro también, peregrinábamos como fieles romeros por las fiestas de todos los pueblos de los alrededores. No era extraño, pues, que hasta el pueblo más minúsculo de nuestra geografía provincial fuera un hervidero de jóvenes ansiosos de diversión y de actividad.

Y un buen ejemplo de esta afirmación lo fue Fuentepiñel, lugar en el que ya en los años anteriores, se habían llevado a cabo destacadas iniciativas. Una de ellas fue la construcción del monumento que en honor «Al pueblo castellano» se halla situado en el centro del jardín que embellece la plaza de Santa Brígida. Diseñado por el artista local Joaquín Barrio Martín, fue ejecutado a primeros de septiembre de 1977 por todos los fuentepiñelanos que quisieron colaborar en régimen de obreriza, siendo el, digamos, jefe de obras Pablo Barrio Ruano. Montante total de la operación (material, se entiende) 9.413 pesetas, que aportó el Ayuntamiento. Su inauguración se efectuó el día 10 de dicho mes, fiesta patronal de San Nicolás.

Al amor de este sentimiento castellanista y comunero que se había ido extendiendo entre los jóvenes, se nos ocurrió organizar en el pueblo un mes después una concentración festiva en la que se convocaba a la gente de los 21 pueblos de la Comunidad de Villa y Tierra de Fuentidueña, pero hubo que suspenderla por la lluvia y el frío, acudiendo, no obstante, bastante gente que no se había enterado de su cancelación, y una representación de Comunidad Castellana encabezada por Manuel González Herrero.

Ya en 1978, el 11 de septiembre, en dicha plaza y junto al citado monumento, se celebró un Homenaje al Pueblo Castellano al que de nuevo acudió Manuel González Herrero, acompañado por su hijo Joaquín González, dulzainero alumno de Agapito Marazuela. También intervinieron el dulzainero de Cuéllar Juan Carlos Llorente, Luquillas, muy bien secundado por el Tío Ladis, y algún miembro del grupo folclórico Hadit (Sole y Pilar: los ecos de su Taranlarera cantado a capela todavía reverberan en mis oídos). Ignacio Sanz, entonces escritor en ciernes de Lastras de Cuéllar, nos recitó algunas de sus composiciones castellanistas y reivindicadoras del agro. Me viene a la memoria aquella letra jotera del «Ahora me pregunto yo/ para qué sembrar patatas:/ los años malos no coges,/ los buenos no te las pagan», que, por desgracia, sigue hoy vigente.

En los veranos sucesivos continuamos con nuestras iniciativas, y aunque le poníamos la misma ilusión, éstas fueron bajando en número y en intensidad pues nuestras visitas al pueblo eran cada vez más esporádicas y de menor duración, bien por irnos incorporando al mundo laboral, o por otras razones de la más diversa índole, con el consiguiente alejamiento e incluso desapego y desarraigo por parte de algunos de nuestros lugares de origen. Con el paso de los años, y por efectos de la emigración y del descenso de las tasas de natalidad, también fue bajando el número de jóvenes en los pueblos, a la par que se fue apagando ese sentimiento de pertenencia y de identificación con ellos, lo que se ha ido acentuando año tras año. Si bien es cierto que lo del turismo rural se ha puesto muy de moda, lo de acudir al pueblo propio de referencia ha quedado para mucha gente como un último recurso al que acogerse si no tenemos otro lugar a donde ir o si la situación económica nos acucia y nos agobia.

Los pueblos, para muchos jóvenes, ya no tienen el atractivo que tenían antes. Con un abanico de posibilidades muy amplio donde pasar el periodo vacacional, el viaje al pueblo se suele reservar para las fiestas patronales o para las semanas culturales que organizan algunos con las mismas iniciativas que los de aquellos años, personas que en muchos casos siguen siendo las mismas de entonces aunque ya con bastantes años más pero con el mismo amor al pueblo y a sus gentes.

Muchas veces son los propios padres los que programan el verano para sus hijos tratando de reducir a la mínima expresión su estancia en el pueblo para que no se lo pasen, según ellos, holgazaneando y yendo de fiesta en fiesta o de botellón en botellón. Así, desde pequeñitos, se les manda a campamentos (que, paradojas de la vida, muchas veces tienen lugar en pueblos en los que les enseñan de dónde salen las patatas, los huevos o los tomates), o se les envía a estudiar inglés, y si es a Toronto o a Camberra mejor que a Londres o a Dublín, aunque les cueste a los padres un potosí. Cuanto más lejos, mejor. Con esta política, seguramente que el día de mañana estos jóvenes lleguen a ser alguien importante y ocupen puestos destacados en su vida profesional. Pero, por lo que yo y los de mi generación hemos vivido, tengo la sensación de que se están perdiendo algo. Y algo tan importante como esa sensación de libertad, de autonomía, de capacidad de autogobierno y de improvisación, de proximidad a la gente, de poner en práctica iniciativas propias, de imaginar y descubrir otros mundos, y de experimentar. No sé, me da la sensación de que, en aquellos años, todo estaba menos programado. Quizás, no obstante, me equivoque en estas apreciaciones y se me pueda tachar de nostálgico, pero lo que no es menos cierto es que muchos de aquellos jóvenes también llegaron con los años a ser alguien importante y a ocupar puestos de relevancia en su vida.

En todo caso, y con estas reflexiones personales, sólo pretendía dejar constancia de unos años de nuestra vida y de una época de nuestra Historia que ya son pasado y que, a buen seguro, no se volverán a repetir. Cada generación tiene su historia, y cada historia su final. Y hemos de dejar que la vida siga fluyendo y que todo cambie para que todo, de una u otra forma, y en el fondo, permanezca y se perpetúe.

En los veranos sucesivos continuamos con nuestras iniciativas, y aunque le poníamos la misma ilusión, éstas fueron bajando en número y en intensidad pues nuestras visitas al pueblo eran cada vez más esporádicas y de menor duración, bien por irnos incorporando al mundo laboral, o por otras razones de la más diversa índole, con el consiguiente alejamiento e incluso desapego y desarraigo por parte de algunos de nuestros lugares de origen. Con el paso de los años, y por efectos de la emigración y del descenso de las tasas de natalidad, también fue bajando el número de jóvenes en los pueblos, a la par que se fue apagando ese sentimiento de pertenencia y de identificación con ellos, lo que se ha ido acentuando año tras año. Si bien es cierto que lo del turismo rural se ha puesto muy de moda, lo de acudir al pueblo propio de referencia ha quedado para mucha gente como un último recurso al que acogerse si no tenemos otro lugar a donde ir o si la situación económica nos acucia y nos agobia.

Los pueblos, para muchos jóvenes, ya no tienen el atractivo que tenían antes. Con un abanico de posibilidades muy amplio donde pasar el periodo vacacional, el viaje al pueblo se suele reservar para las fiestas patronales o para las semanas culturales que organizan algunos con las mismas iniciativas que los de aquellos años, personas que en muchos casos siguen siendo las mismas de entonces aunque ya con bastantes años más pero con el mismo amor al pueblo y a sus gentes.

Muchas veces son los propios padres los que programan el verano para sus hijos tratando de reducir a la mínima expresión su estancia en el pueblo para que no se lo pasen, según ellos, holgazaneando y yendo de fiesta en fiesta o de botellón en botellón. Así, desde pequeñitos, se les manda a campamentos (que, paradojas de la vida, muchas veces tienen lugar en pueblos en los que les enseñan de dónde salen las patatas, los huevos o los tomates), o se les envía a estudiar inglés, y si es a Toronto o a Camberra mejor que a Londres o a Dublín, aunque les cueste a los padres un potosí. Cuanto más lejos, mejor. Con esta política, seguramente que el día de mañana estos jóvenes lleguen a ser alguien importante y ocupen puestos destacados en su vida profesional. Pero, por lo que yo y los de mi generación hemos vivido, tengo la sensación de que se están perdiendo algo. Y algo tan importante como esa sensación de libertad, de autonomía, de capacidad de autogobierno y de improvisación, de proximidad a la gente, de poner en práctica iniciativas propias, de imaginar y descubrir otros mundos, y de experimentar. No sé, me da la sensación de que, en aquellos años, todo estaba menos programado. Quizás, no obstante, me equivoque en estas apreciaciones y se me pueda tachar de nostálgico, pero lo que no es menos cierto es que muchos de aquellos jóvenes también llegaron con los años a ser alguien importante y a ocupar puestos de relevancia en su vida.

En todo caso, y con estas reflexiones personales, sólo pretendía dejar constancia de unos años de nuestra vida y de una época de nuestra Historia que ya son pasado y que, a buen seguro, no se volverán a repetir. Cada generación tiene su historia, y cada historia su final. Y hemos de dejar que la vida siga fluyendo y que todo cambie para que todo, de una u otra forma, y en el fondo, permanezca y se perpetúe.

Fuente: http://www.eladelantado.com/ y http://www.eladelantado.com/

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