
POR ANTONIO MARÍA GONZÁLEZ PADRÓN, CRONISTA OFICIAL DE TELDE (LAS PALMAS DE GRAN CANARIA-CANARIAS)

(Con toda la gratitud del mundo al mi maestro el Dr. D. Domingo Martínez de la Peña y González.)
No importa cómo las llamen, son el tesoro familiar más preciado. Ellas lo saben casi todo e intuyo todo lo demás. Los años cargados de experiencia, hacen de estos seres personas muy especiales y necesarias. He odio de prestigiosos psicólogos y psiquiatras, que los niños educados en una familia con abuelas son más receptivos y cariñosos, mostrando una gran habilidad para empatizar y convertirse así en unos hombres y mujeres altamente sociables. Los valores que con facilidad transmiten las madres de las madres, nos permiten ir por la vida ahorrándonos muchos disgustos y combatiendo con entereza las más adversas situaciones.
Habrá de todo como em botica, pero en este juicio que les hago, salen victoriosas. Nunca podremos pagarles todo lo que han sido capaces de dejarnos como herencia sentimental. El grato recuerdo de su vida junto a nosotros es el mejor bálsamo para las heridas que, sin duda, cobraremos a lo largo de nuestros años vividos.
Comencemos el presente artículo como si de un cuento tradicional se tratara. Hace muchos, muchos años, en un país muy muy cercano, vivía un niño de muy pocos años. Sus padres tuvieron que hacer un largo viaje hasta otro continente y dejaron al más pequeño de sus vástagos al cuidado de su tía materna. Ésta, por entonces vivía con su marido y una de sus dos hijas en la casa de su cuñada. La otra hija, era universitaria en otra isla. Un día, como tantos otros, el niño jugaba a los pies de sus mayores en el cuarto de estar, que también cumplía las funciones de cuarto de costura. Levantando la cabeza, miró a una de las dos mujeres, que allí se encontraban haciendo ganchillo. Con su dedito índice estirado señaló a la más joven de las dos y en un balbuceante idioma que solo una mente despierta podía comprender, preguntó: ¿tú?, y la tía le dijo: yo soy tía María Salomé. El niño repitió solamente: Tía María y seguidamente se rio.
Después volvió su mirada hacia la otra mujer que era bastante mayor, y volvió a señalar y hacer la misma corta pregunta. La contestación fue bien diferente: ¡Yo soy Abuela Lola!. Desde ese momento hasta veinte años más tarde en que ella muriera, siempre la llamó su abuela. Y aun hoy, cuarenta y siete años después, la sigue denominando así, cuando habla o piensa en ella.
¡Siempre la ha sentido su verdadera y auténtica abuela! El pequeño, se sentía muy a gusto con aquella mujer de manos extremadamente delgadas, con la piel casi pegada a los huesos y surcada por una infinidad de arrugas y venas, éstas últimas mostrándose azules tras el blanco transparente de la dermis. Manos hacendosas, hábiles y harto cariñosas, siempre dispuestas a dar más que a recibir y a entregar mucho, muchísimo amor.
Lo dicho hasta ahora podría ser la historia de cualquier infante que encontró a una abuela, cuando la naturaleza le había arrebatado a una de ellas con treinta y pocos años y a la otra cuando contaba con sesenta y tres. Él nunca las conoció, ni tampoco a sus abuelos, pero la fortuna o el azar vino a regalarle uno de los amores más sinceros y plenos, que a lo largo de sus sesenta y cinco años ha tenido. Ese niño, soy yo.
Cuando le preguntaba a mi abuela Lola si me quería, siempre me decía: De la cabeza a los pies. Y se reía conmigo afirmando rotundamente que era la única mujer, que sin tener hijos, había conseguido tener un nieto. No tengo que cerrar los ojos para imaginarme entrando en el zaguán de su casa en la calle Pérez Galdós del Barrio de San Juan de Telde, pasar luego a la galería en donde un antiguo reloj de pared sonoramente marcaba las horas y las medias. De ahí a cada una de las habitaciones de aquella casa que sentía tan mía. Abrir la gaveta de su mesa de noche era oler una amalgama de olores medicinales. Ir al baño y encontrarme con la ronquina o la colonia Álvarez Gómez es algo que jamás podré olvidar, así como los jaboncillos Heno de Pravia y los polvos talcos de la misma firma cosmética. ¿Abuela, qué te pones en la cara? Y tras una sonora risotada me dice: ¡una gran mentira!, ¿Cómo abuela?, ¡Sí, créeme, llevo más de 50 años poniéndome crema Pons, que se anuncia como “belleza en siete días”… y yo, Antoñito, ¡sigo tan fea como hace medio siglo! y volvía a reírse de sí misma.
En la cocina hacía verdaderos juegos malabares y gracias a ellos las mejores croquetas, las más sabrosas albóndigas, las gustosísimas papas emperejiladas y así un rosario de creaciones culinarias de fama entre familiares y amistades. Para mi abuela Lola, nada, absolutamente nada era problema. Siempre repetía: Para que el mundo sea mundo, tiene que haber de todo y de esa manera conservó un espíritu tolerante y comprensivo a capa cabal. Enferma de corazón, diabética y asmática crónica, jamás la oí quejarse de nada. Eso sí, cada día por la mañana al leer el periódico, lo hacía por las últimas páginas.
Según ella, todo lo demás era repetitivo y cansino, pero en ese final de rotativo estaba lo único cambiante: Las Esquelas. ¿Abuela, que buscas? – ¡A ver si aparece Dolores Fleitas Hernández que ya tiene ochenta y tantos años y todavía no se ha muerto!,- ¡Abuela, ese es tu nombre!,- ¡Por eso mismo me busco, porque sería difícil de explicar que me hubiese muerto y no me hubiese dado cuenta!. Así era mi abuela y yo la quise y la quiero, aún hoy cuarenta y siete años después de su muerte.
Tenía mi abuela una casa de playa en Las Clavellinas, con unas inmejorables vistas sobre Melenara. Allí pasaba el estío jugando a las cartas, al parchís y mirando por los prismáticos a sus parientes, los Fleitas de Taliarte. Mi abuela me enseñó muchos juegos, alguna que otra adivinanza, y a hacer fulleras o trampas cuando nos entreteníamos con la baraja española. ¡Abuela, que te he cogido haciendo trampas!, ¡Mi niño!, ¿y que gracia tiene jugar si no le tomas el pelo a los demás? Y volvía con el cascabel eterno de su risa.
Tanto en Telde como en Las Clavellinas, llegada las ocho de la tarde-noche, mi abuela Lola sacaba del bolsillo derecho su rosario de plata y azabache, regalo de quien fuera su marido, Fernando Rodríguez, hacía ya medio centenar de años. ¡Venga, vamos a rezar el Santo Rosario! ¡Abuela ¿Qué misterios tocan hoy? ¿No lo sabes? ¡Pues ya tienes edad para recordarlo… hoy tocan los de Gloria!. Después de más de veinte minutos de repetir Avemarías, Padrenuestros, el Credo y las jaculatorias, llegaba el tiempo de las rogativas y peticiones: Un Padre Nuestro por las intenciones del Santo Padre, terminada esta oración: un Padre Nuestro por las intenciones del Sr. Obispo y del Cura Párroco, un Padre Nuestro por tu prima Marilola, que se examina de Anatomía en Salamanca. Otro Padre Nuestro, otro y otro y otro…. ¡Abuela, ya está bien! y el niño le decía: ¡Vamos a rezar Bendita sea su pureza por ti, abuela!, ¿Y a qué viene eso ahora? Con cierto simulado enfado. Porque eres viejecita, para que el Señor te de más vida. ¡Anda, anda, no seas babieca, que si pides eso San Pedro, que es un desconfiado, mira la lista y como ya he pasado de los ochenta me llama seguro! Y vuelta la risa con cara burlona y ganas de echarle años a la vida.
Perdonen, queridos lectores que me haya tomado la licencia de introducir parte de mi biografía en el presente artículo, pero se me apetecía sobremanera rememorar mis propios sentimientos y compartirlos con ustedes que me siguen desde hace muchos años.
El otro día, hablando con un amigo de Los Llanos de Aridane, charlamos a lo largo de un buen rato sobre la importancia que tiene para los niños el llegar a convivir con sus abuelos. La máxima los padres crían y los abuelos malcrían, no deja de ser una muestra más de la sabiduría popular. Los padres se sienten en la obligación de educar a sus hijos y sacarlos adelante. Los abuelos sienten que son ellos los que deben formar el espíritu o carácter de sus nietos.
La Iglesia Católica, usa las figuras de San Joaquín y Santa Ana, padres de la Virgen María, y por tanto abuelos de Jesús, como patronos protectores de los abuelos. La tradición cristiana ahonda su reconocimiento en esos padres de padres y en el propio rito de matrimonio, se elogia ante los esposos las virtudes de ambos santos, elegidos por el Altísimo para concebir al primer Sagrario de La Historia.
El pueblo judío, y por ende los cristianos y los musulmanes como herederos de muchas de sus costumbres primigenias, tenían como una de las mayores bendiciones que se le pudiera otorgar a una persona, decirle: “te deseo que seas padre de una numerosa prole, que éstos te den nietos y que el Altísimo te permita ver a tus biznietos.
El Arte europeo occidental ha tenido como motivo de inspiración, en numerosas veces, a los padres de las Siempre Virgen, pero muy particularmente a la abuela por antonomasia: Santa Ana.
Si cogemos el Suma Artis, el Arts Hiapaniae o la Historia del Arte de Salvat, por poner sólo tres de las más famosas enciclopedias dedicadas a analizar las muestras pictóricas y escultóricas del pasado, encontramos que los más importantes pintores de los más diversos países, representaron a la abuela de Jesús con toda suerte de detalles. Pocas, muy pocas veces, de forma individual. Muchísimas más como protectora y enseñante de María de Nazaret y un buen número de veces formando un triduo perfecto compuesto por la propia Santa Ana, la Virgen María y el Niño Jesús. Alguna que otra vez participa de esta escena entre doméstica y celestial el propio San Juan Bautista, en su advocación temprana de San Juanito.
Algunos de nuestros lectores podrán pensar que tuvo que venir el Renacimiento para que se comenzase a representar a Santa Ana. No es cierto, ya en plena Edad Media, primero en el Románico y más tarde en el Gótico, existieron pintores y escultores, anónimos los que más que bien con el buril o con el pincel, dejaron la imagen de una anciana de rostro ajado por el tiempo, que con bondad extrema enseñaba a leer a una niña llamada María. En el quatrocento y cinquecento, no había artista que se preciara, que no utilizara la imagen de Santa Ana como un icono de lo que debía ser una Matriarca. El Barroco no quiso ser menos y nos llenó de Santa Ana oratorios, capillas privadas y públicas y no pocas celdas conventuales o habitaciones de casas comunes o altos palacios.
Repasemos, aunque sea brevemente, aquellos genios del pincel que mostraron su habilidad en tablas y lienzos de incalculable valor artístico. Imposible nombrarlos todos, pero a menos nos detendremos en algunos cuantos.
Empecemos por Masaccho, Giotto, Cimagüe, Ramón Destorrents, Caravaggio, Leonardo Da Vinci, El Greco, Goya, Bartolomé Esteban Murillo, Pedro Pablo Rubens, Masolino Perugino, Rafael Sanzio Da Urbino, Bernhart Strigel, Alberto Durero, Ambrosius Benson, Michiel Coxcie; para seguir con otros menos conocidos por el gran público, pero grandes hacedores de obras de Arte, tales como: Francisco Pérez Sierra, Juan Correa de Vivar, Juan Ramírez de Arellano, Francisco Herrera el Mozo, Giuseppe
Leonardo, Francisco Antolínez y Sarabia, Mateo Gilarte, Vicente Cartucho, Luis de Morales, Bertholet Slemalle, Erasmus Quellinus, Girolamo Bonini. Y para que no nos quede casi nadie en el tintero, traigamos hasta aquí a: Annibale Carracci, Alessandro Turchi, Juan Pantoja de la Cruz, Pedro Atanasio Bocanegra, Claudio Coello, Juan Carreño de Miranda, Juan de Sevilla y Romero, Francisco Camilo, Fernando Yañez de la Almedina, Jan Wellens De Cock, Alessandro Allori, Luca Giordano, Francisco Torras y Armengol, Francesco Solimena, Pietro Testa, Luca Cambiaso, Bartolomeu Bizcaino, Bartolomeo Cesi, Esfano della Bella, Andrea Brocaccini, Sebastiano Conca, Francesco Monti, … y eso por solo nombrar a los pintores más conocidos, dejando para otro momento los litógrafos y también a los grabadores. Asimismo, podríamos nombrar a casi medio centenar de escultores, traigamos aquí solo a nuestro gran Luján, que realizó varias Santas Anas en diferentes formatos y siempre en talla de madera.
El también grancanario José de Armas Medina (Agaete 1913- Las Palmas de Gran Canaria 1993) esculpió, en el pasado siglo XX, una Santa Ana en su iconografía de enseñante de la Santísima Virgen, es decir, una madre, Santa Ana, hace leer a su hija, la Siempre Virgen María, el libro de las Sagradas Escrituras. Sabemos por tradición oral de nuestra parienta Ana María Inglot de Lara, que el escultor tuvo cierta dificultad al reproducir la mano de la Santa sobre dicho libro y se auxilió de su amigo Rafael Inglot del Río. Tomando su mano derecha como modelo de la que iba a hacer una de sus obras maestras. Tal imagen de Santa Ana, se puede apreciar en el Altar Mayor o cabecera de la Santa Iglesia Basílica Catedral de Canarias, en Las Palmas de Gran Canaria.
Como verán la tradición es grande y está bien arraigada. Lo que viene a significar la importancia extraordinaria que nuestra sociedad dio a los abuelos en general, y a las abuelas en particular. Nuestras sociedades serían bien diferentes de no contar con este baúl de los secretos y de los sentimientos más íntimos y constantes. Desde estas páginas quiero agradecer a la vida que me haya dado una abuela, que me enseñó entre otras cosas, a amarlas tradiciones, el pasado y el presente y sobre todo a no tenerle miedo al futuro.
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