
POR FULGENCIO SAURA MIRA, CRONISTA DE ALCANTARILLA Y FORTUNA (MURCIA)
Estamos ante un paisaje que conmueve por su peculiar desgaste, sinopsis de una geología descarnada, mitológica, con densos espacios de marga que se repliegan en los faldones denostados de los montículos caducos, escarbados por el viento de siglos que los modela y desuella.
A medida que nos hundimos en estos parajes de soledad, de mustia envoltura, nos sobrecoge una sensación de aislamiento, como si el desierto enfilara arcanos espacios de misterio.
A veces no se encuentra el camino y todo amarillea en una superficie de hastío. Y sin embargo place andar por estos costados de arena que se amoldan a los ritmos de la naturaleza, se ondulan y empinan, orillan en cuitas falderas, remilgados a veces, nutridos de humedades en otras, por donde el agua subterránea desgaja la sequedad de siglos.
Se nos ofrece de esta forma un extenso lienzo de grave soltura, remedado con brotes simulados de un vegetal, que en ocasiones se amalgama con la tétrica dimensión de una superficie que se hace espacio sin límite. Escancia soledades de atrofias perennes en los lomos lunares que se dominan en los costados de los Baños, camino hacia Mahoya con acarcavamientos insuperables de tierras que permanecen en una osadía de metástasis constante, donde la mirada sugiere silencio de un tiempo mitológico.
Y sin embargo su grueso formato graba lisonjas plásticas en un argumento de encaje en una abstracción de suaves laderas horras de pisadas.
Este perfil forma parte del espacio en las curvas aviejadas de caseríos inmutables que se van advirtiendo en derredor. Son asiduos testigos de estos encorsetados mausoleos de alba textura.
Se prefigura en los ramblizos que apoyan sus vestiduras sobre el sol, que los lima y otorga categoría de naturaleza briosa como la filosofía de su escueto ser, sin algarabías que sustente su pose, pero fundamentando su ámbito ecológico.
Se desgarran y consumen los terrajes de estos ramblizos ajustados a sus límites, vecinales a montículos y lomas, encogidos, purgando su destino en un vértigo de mirada y vacío.
Apenas dejan a la mirada la gracia del lentisco o el olor de hinojo que crece a ras del camino; ni se yergue en curva inédita, el grupo de retama callada en su temple de milicia. Tan solo la marga y el yeso apuntalan sus formas desgranadas por la erosión en un constante flujo natural.
Puede que se detenga la casona en el quicio mismo donde da inicio la rambla, una vez que se deja la senda en un requiebro de cansino descanso Y entonces todo alumbra terquedad de lomas por la sequedad de la rambla de la Parra, que es un esquema de viscerales formas que la naturaleza ha ido construyendo en su longitud, en un estallido de contrastes.
Hay un espacio vacío en su largura que delata éxtasis. El senderista, por este paño de acartonada arenisca se enfila en trechos empinados, como vértices de arena que se desliza en sus lomeras desgastadas. Siente que de un momento a otro va a caer al vacío, como piedra rodando.
Piensa entonces que merece la pena seguir fijamente el terreno sin ordenar los sentimientos. Simplemente hay que avanzar y aguantar el viento de la tarde.
Sobre el horizonte se amansan las nubes y alienta un aire que en el verano es dadiva y relajo, mientras se instala, ante la mirada, la reveladora forma de una rama vegetal, el matiz selecto de una flor claudicante.
Acaso fisgonee por allí la díscola culebra que agita su cola metálica en giros mitológicos en su ruta misteriosa por el subsuelo, en tanto que crece en el humedal soñado el “ pijolobo” refulgente, dádiva y ritual del lugar.
Puede que la carraca se deje llevar por sus graciosas alas, surcando el ambiente en una acción de libertad sonora. Acaso se contagie, en puntos relamidos, la terquedad de lo terráqueo con la estancia inusual de la palmera, que de pronto brota en la hondonada.
Aquí la palmera es dueña del lugar, se destaca entre los faldones amarillos de las lomas vecinales y se estira radiante, en un afán de deleite. Sus voluptuosas hojas se menean como el paso de los camellos o la danza de vientre de la bella que embelesa a las miradas.
En la densa capacidad de la arenisca que se escapa a la mirada, la rambla agita su paciente envoltura en sus cuitas fulgurantes que por ella trepidan, como destellos de fantasía creativa. Alguien aduce que sus lomos de arena semejan panzas abultadas de elefante, o que en los costados inéditos de estas dunas amarillas aparecen formas, a modo de chimeneas que se elevan sobre lánguidas moradas de seres errabundos.
Pues que en estos reductos se da cita esa libertad de formas que procuran una belleza sin igual, como aduce Kant en su reflexión sobre la estética, dejando entrever el significado que la naturaleza aporta en sus expresiones delirantes y que aparecen en los laminares de la tierra o en la densa odisea de la mar.
Nos parece que estos ramblizos se ajustan a su propia entidad obteniendo respuesta natural desde su punto de partida, que tal se gesta en el Cabezo del Lentiscar, siguiendo el camino de la rambla de la Parra en sinuosas calidades de tierra cansina; ruta arcaica que converge con la de Font en dirección terminal hacia el Chícamo, donde se escancia la nitidez del agua reposada.
Se abre la sucinta fuente de agua en este fúlgido espacio donde el cañaveral deja sus jopos orientales en el ambiente, como cabelleras sensuales de damas soñadas. Allí mismo nos asiste el rumor del líquido como melodía de la naturaleza que reposa. Y luego va fluyendo el agua en sus raíles de hidalguía componiendo un espacio paradisiaco.
Hay que seguir este peregrinar sagrado con los ojos henchidos de una fe de caminante que busca el sentido de ese cauce. Los recodos nos asombran en longitudes cortas que se amansan en azudes de delicia que, nos calma el anhelo de belleza. Los reflejos arbóreos reflejan sus rostros en el tranquilo charco proponiendo cuitas placenteras, el descanso fortuito que nos evoca el verde prado del salmo.
Y después nos sentimos frescos y calmos del alma, pendientes de esas cuitas de pendientes familiares que borden el contorno, donde se domina un ribazo en el que crecen los tarayes rojizos. Y aún se elevan los terrajes en lomeras que dejan ver, en sus cimas, al hombre en su labor del honcejo, encorvado y recio como una rama de olivo. Sobre su figura se aprecia una pequeña era de rancios argumentos estivales.
Alguien vive allí con su familia y que es el que más sabe de lugar de agua y caña, de caminos que conducen al viejo molino que se escancia en una ribera que bordea el surco del río.
Quedan tan solo unas piedras, muros resquebrados que nos hablan de horas de molturación del trigo, de trajines de viejas y mozas que llevaban el trigo en trances coloquiales. Y cerca, un lavadero nos sitúa en una época de relajo y sonora vida que ha pasado.
Y no hay que seguir mucho más para entrar en el sagrado paso del Cajer, en sus esquivos encuadres salidos de la narración de Homero.
En este punto hay que soslayar el estilo del caminante para suspirar la magia de los farallones, a modo de hoces, que quedan empinados en sus flamas de perennidad. La tierra aquí nos conmueve, queda encinta de sugerentes lomeras que se ondulan en los costados de un espacio rotulado por la erosión.
Este paso de garganta supina nos evoca el Cabo de Hornos del curso del río que, en su trance entre barrancadas, va sufriendo la carnosidad de la piedra, deslizándose por escuetos ramales que atravesando La Unbría llega a sumisos caseríos.
Nos conturba la mirada al rozar la gesta de estas tierras marcadas por el sable del tiempo que no perdona. Se abre a la retina el colosal enmarque de ramblizos, la anfractuosidad de los recodos que dejan un sopor de loma y prado sucinto, de cárcava que se eleva y deja caer sus faldones a su fondo abismático, desgajando sus piel amarilla en líneas desgarradoras.
FUENTE: EL CRONISTA