
POE EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)

Andaba el que suscribe el pasado lunes por la Delegación del Gobierno en Segovia entre documentos, méritos y cotejos para este «cursus honorum» en el que los profesores universitarios nos vemos inmersos desde hace ya algún tiempo. Allí me encontraba, tan amablemente atendido por las chicas del registro, pacientes ante tanto certificado, sello, solicitud y demás cuchufletas, que me despisté en mi cometido y desparramé la vista por el lugar. Entre todos los papelotes oficiales, capturó mi atención un cartel con dos frases lapidarias: «Sí, soy funcionario» y «No soy culpable de la crisis». Trasladé mi sorpresa a las funcionarias y me contaron una cascada de episodios sufridos en su registro y noticias de otros compañeros en similar situación. Asentí ante tanta información y abandoné el citado registro, bien atendido en poco tiempo, con la mosca detrás de la oreja.
Mientras navegaba por las estrecheces de la aljama segoviana iba dando vueltas a este mundo en el que vivimos, donde culpamos a los operarios de las faltas del ingeniero. Indudablemente habrá funcionarios en este país poco eficientes y desahogados, como seguro que habrá en cualquier estrato ocupacional. Volcar ira y frustración en el cuerpo de servidores públicos resulta lamentable, cuando menos.
En esas, pensando en los funcionarios públicos, tras mis clases diarias, me encontré llegando a mi Paraíso otro afortunado día más. Crucé las Puertas de Segovia y llevé mis ojos hasta las hermosas coronas doradas que saludan a todo el que visita el Real Sitio. La verdad es que, siendo niño, tanto éstas como la que luce la Puerta de la Reina, habían perdido el lustre, tornando el dorado cegador por ese triste bronce apagado. Afortunadamente, hace ya unos cuantos años, decidió Patrimonio Nacional restaurar aquellas hermosas puertas y dotar a sus coronas del fulgor que el lugar merece. Y fue entonces cuando me vinieron a la memoria unos documentos hallados en el curso de mis investigaciones. Al parecer, hacia 1931, durante los primeros meses posteriores a la proclamación de la República, cierto furor iconoclasta se apoderó de aquellos vecinos del Real Sitio. Furibundos contra la monarquía, decidieron cambiar el nombre del pueblo, que pasó a ser San Ildefonso a secas, sin granja ni realeza y dar otros nombres a calles emblemáticas: el Padre Scío fue sustituido por Niceto Alcalá Zamora que, además de padre, era Presidente de la República; la plaza de Palacio dejó su sitio a la República y la de los Dolores se tornó en Constitución, en fina ironía dolorosa para muchos católicos.
Mas, en lugar de dejar la iconoclastia en el callejero, los reformadores volvieron su mirada hacia las puertas del Real Sitio. A lo largo de su historia centenaria, las puertas de San Ildefonso, además de servir para cerrar por completo el acceso a lugar, dado que éste es el único Real Sitio totalmente cercado, sirvieron durante muchos años para avisar a los vecinos de la presencia del Rey o la Reina en la población. Cuando éstos ocupaban el Palacio, la puerta central permanecía abierta, quedando cerrada en su ausencia. Y aunque esta costumbre cayó en desuso más o menos durante la regencia de María Cristina de Habsburgo, permaneciendo las puertas desde entonces abiertas, seguían siendo un símbolo de la monarquía. Por ello decidieron cercenar las coronas doradas y deshacerse de ellas tirándolas al basurero. Justo de ahí, del vertedero, rescataron las coronas un grupo de vecinos de San Ildefonso, poniéndolas a buen recaudo, escondidas de aquella furia hasta el momento en que pudieran volver a colocarlas en lo alto de las puertas del Real Sitio.
Esos vecinos que sacaron del estercolero las coronas eran todos funcionarios del Ayuntamiento y del Patrimonio, entonces, de la República. Algunos monárquicos, otros republicanos. Unos de Valsaín, otros de La Granja, de La Pradera, de Navafría. O segovianos. Alguno habría del Madrid o del Athletic Club. Todos ellos del Real Sitio. Servidores Públicos. Preocupados por lo público por encima de lo privado, de lo personal.
Y es que uno tiene pocas quejas de la función pública y muchas de la política. Los funcionarios, locales, regionales o estatales, fijos o discontinuos, personal laboral o contratado, están para servirme. La verdad, no me imagino mi Paraíso sin los servidores municipales; sin Chema cortando la calle para reparar el alumbrado público o Félix taponando alguna vía del sistema circulatorio subterráneo; ¿quién conoce mejor las calles que Eduardo? Begoña, Pilar, Olga, Ana, Teresa, María Jesús, Henar, Oscar, Alberto, Jesús, entre otros, hacen que el Ayuntamiento funcione como un reloj bajo la dirección de los incansables César y Raquel, nuestra Sra. Secretaria.
En la Delegación de Patrimonio Nacional, corazón histórico del Paraíso, se halla el origen del funcionariado público en el Real Sitio. Desde Isidro Gordero, hijo del que fuera Jardinero Mayor y Boticario en siglo XVIII, hasta los actuales trabajadores dirigidos por Nilo Fernández Ortiz, han pasado por allí cientos de esforzados vecinos, protegiendo nuestro pasado día a día de la voracidad de los invasores franceses, de la iconoclastia revolucionaria o, la destrucción de la Guerra Civil, por decir alguna de las catástrofes que han asolado tan maravilloso lugar y que diariamente se enfrentan a la naturaleza para mantener el maravilloso jardín. Que bien saben de estas batallas mi querido amigo Juan Fernando Carrascal y la exigua compañía de jardineros, empeñados en que pervivan hayas, secuoyas, gingkos y demás exóticas especies donde la Madre Natura se empeña en colocar rebollos, robles y pinos.
Y mucho antes de que se decidiera declarar parque natural, nacional, reserva de la biosfera o patrimonio de la humanidad al único e inmenso bosque de Valsaín, los trabajadores públicos de los Reales Bosques y Montes de Valsaín, lucharon día a día para que este idílico lugar no haya sufrido catástrofe alguna más allá de la avalancha estacional de domingueros, contra los que, como bien saben su director, Javier Donés, y mi querido amigo Luis Sanjuan, no hay funcionario que pueda.
Por todo ello, me resulta muy complicado focalizar en todos ellos algo más que mi agradecimiento por su esfuerzo. Que los funcionarios públicos, tanto en las distancias cortas como en las alejadas, son un patrimonio más que debemos cuidar más aún ahora que, como parece, se están convirtiendo en una especie en vías de extinción.
Estoy seguro de que las refulgentes coronas de las puertas del Real Sitio, al menos, piensan como yo.
Fuente: http://www.eladelantado.com/