VIERNES SANTO 1750
Abr 18 2014

POR ANTONIO LUIS GALIANO, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA

Nuestra Señora de la Soledad. / Foto A. Bernard.
Nuestra Señora de la Soledad. / Foto A. Bernard.

Siempre se ha dicho que cualquier tiempo pasado, fue mejor, o mejor dicho (valga la redundancia), muchos, sin saberlo han parafraseado estos versos elegiacos de Jorge Manrique de sus ‘Coplas a la muerte de su padre’, Rodrigo Manrique, que allá por 1476 dejaba este mundo para pasar a mejor vida. Pero, sin lugar a equívocos al dejar de existir y cruzar el umbral hacia la eternidad de la mano de la parca con su afilada guadaña, y dejando a un lado cualquier connotación espiritual, aquél que ve acercarse el último momento, es indudable que al mirar atrás piense que es mejor estar vivo. Sin embargo, esas palabras las utilizamos casi siempre para añorar tiempos pasados y para lamentarnos de que en ellos, todo era óptimo y no nefasto como en el momento presente. Así, cuando miramos la historia puede ocurrir que creamos que en siglos pasados todo iba bien, que no acaecía nada inconveniente y que no existían problemas como algunos que nos podamos encontrar ahora. Luego, para el tema que nos toca, es factible que no nos sirva eso de que cualquier tiempo pasado, fue mejor. Vayamos al caso:

Corría el año de 1750, regía la Diócesis de Orihuela el madrileño Juan Elías Gómez de Terán, que desde 1738 había sustituido al obispo José Flores Osorio al ser trasladado al obispado de Cuenca. En el ámbito civil, era gobernador militar y político, Antonio de León Villaseca y Carvajal, marqués de León, y alcalde mayor y teniente de corregidor, Francisco Miguel Navarro, abogado de los Reales Consejos.

La Semana Santa estaba cerca, pues el calendario situaba el Viernes Santo el día 27 de marzo. Quince fechas antes, la Ciudad que «en atención a que en Cuerpo representativo del Gobierno, ha sido dueña del paso llamado de Nuestra Señora de la Soledad», que desfilaba el dicho día por la tarde, hacía memoria de que designaba mayordomos de las clases de caballeros y ciudadanos para que hiciesen y costeasen dicha procesión, convidando en el sentido más concreto de invitación, como se hacía desde inmemorial a todos los individuos de dichas clases para que la procesión tuviera el mayor lucimiento. Lo anterior se esgrimía para que el obispo no variase «ni el más leve embarazo en la práctica de este acto». Pues, el año anterior, se habían producido algunas modificaciones sobre la forma de organizarse la procesión, indicando que la Ciudad debía de presidir en este paso, a excepción del preste que iría inmediatamente detrás de la imagen, mientras que el resto del clero y la curia que fuera en el paso que estimara el obispo, excepto en el de Nuestra Señora de la Soledad, el cual debía quedar exclusivamente para la Ciudad y sus «convidados seculares». Asimismo, la concurrencia del clero no debía suponer ningún gasto a la Ciudad.

Con objeto de solucionar con el obispo esta situación se nombró como comisario al regidor Joseph Maseres y López, dejando bien claro de que si no se llegaba a un entendimiento, en último caso se haría valer los derechos de la Ciudad. El día 24 de marzo, Miércoles Santo, Maseres daba cuenta que la noche anterior había recibido contestación del prelado, no aviniéndose a lo que se le pedía, indicando que en los últimos años, las procesiones se habían adecuado al Sagrado Ceremonial en la forma que había marcado el Papa mediante una bula, aceptada por el Rey y expuesta en las puertas de las iglesias de toda la Diócesis. A tenor de ello, en el año 1749, el preste y el clero de la parroquia con la cruz alzada habían asistido detrás de la última imagen. También daba el obispo opción a que el clero podría ir asistiendo al preste «en su circo» detrás de la última imagen, o bien por fuera, rodeando las andas, pero presidiendo dicho preste, pudiendo ir los pilares y convidados con sus antorchas en el mismo lugar que habían ido siempre, «aunque sea dentro del clero».

El obispo entraba también en el aspecto económico, y valoraba en que solamente había que entregar una vela de dos onzas a cada clérigo, y que al ser pocos, no era mucho el gasto, haciendo la salvedad que en el año anterior la cera había sido entregada por la Cofradía del Santísimo Sacramento de la Catedral, no costándole nada a la Ciudad. Al recibir la respuesta y debido al poco tiempo que faltaba para el Viernes Santo, y debido a que al día siguiente, se debían trasladar las imágenes a la «iglesia del Orito» de donde saldría la procesión, no había posibilidad para conferenciar con el prelado, acordándose que por este año, los pilares o convidados que llevaban las antorchas fuesen como lo hacían siempre en el paso de la Soledad, aunque fuera dentro del clero.

Por otro lado la Ciudad acordó contraer el gasto de 40 libras para la cera del Viernes Santo que entregaba a sus invitados y nombró como mayordomo a Francisco Ruiz de Villafranca, «para arreglo, convite del Caballero que ha de llevar el estandarte» y demás individuos de las clases de caballeros y ciudadanos. El asunto se complicaba más, pues el Jueves Santo se tuvo conocimiento de que el citado mayordomo, aunque había invitado a los pilares y al Caballero que debía portar el estandarte, no lo había hecho con la totalidad de los caballeros y ciudadanos, acordándose que ante la premura de tiempo lo haría la Ciudad.

Notificado ello a Ruiz de Villafranca, rehusó su cargo de mayordomo, apartándose de todas sus obligaciones, designando entonces Ciudad para llevar el estandarte, al regidor Miguel Ángel Azor, y dejándole a su elección el nombramiento de los dos niños que debían portar las banderolas.

Como hemos visto, no siempre, eso de que «cualquier tiempo pasado fue mejor», pues igual que ahora, también surgían algunos problemas con la organización y nombramientos para la Semana Santa de nuestra ciudad.

Fuente: http://www.laverdad.es/

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