POR JOSÉ ANTONIO RAMOS RUBIO, CRONISTA OFICIAL DE TRUJILLO (CÁCERES)
Los altares rupestres, también llamados peñas sacras, sólo muy recientemente han llamado la atención de los investigadores.
Hasta hace pocas fechas un halo de misterio encubría todo lo relacionado con estos monumentos pétreos. Testigos de ritos y ceremonias ancestrales, frecuentemente han sido analizados desde una perspectiva “esotérica” por estudiosos con escasa formación y normalmente alejados de planteamientos científicos.
Afortunadamente la moderna investigación está dando un impulso considerable a los estudios relacionados con este mundo de los altares rupestres. Desde hace aproximadamente dos décadas han empezado a incluirse como verdadera línea de trabajo entre los cada vez más numerosos equipos de investigadores interesados en estos temas. Como resultado de todo ello se ha incrementado considerablemente el número de publicaciones que dan a conocer yacimientos hasta ahora ignotos y se avanza decididamente hacia la realización de un primer catálogo que compendie todos estos descubrimientos.
El altar rupestre de La Molineta que aquí presentamos es un ejemplo más de los muchos que aún permanecen inéditos repartidos por la región. Conocidos por los lugareños, inconscientes de la historia que atesoran, permanecen como testigos mudos de un pasado que ahora empezamos a entender a través de los ecos de sus piedras ancestrales.
Se ubica nuestro altar en una elevación similar en altura a la que ocupa el solar de la vieja Turgalium, al otro lado del pequeño valle por donde discurre el camino natural sobre el que se construyó la vía romana Ab Emeritam Caesaragustam. Son dos montes gemelos que han flanqueado esta importante vía de comunicación, testigos del lento transitar de pueblos que a lo largo de la Historia han hollado su senda. La peña se localiza en la ladera, a pocos metros de la cima, como una especie de balconada que preside las impresionantes vistas que desde esta atalaya muestra la ciudad. Es un paraje de gran belleza que se yergue majestuoso sobre la meseta trujillano-cacereña, salpicada aquí y allá de grandes bolos de granito que mezclados con el encinar dibuja el típico paisaje de la zona. Coordenadas: 39º 27′ 18” N, 43″ 5º 51′ 31” O.
La peña sacra es un gran bolo de granito cuyas dimensiones son las siguientes: El eje mayor tiene una longitud de 4,60 m y 2,50 metros en menor. El diámetro de resalto circular es de 0,80 m y soltura de unos 0,04 m. La altura mayor de la roca es de 4,10 m, la profundidad media de la concavidad es de 0,20 m., con formas redondeadas que en su lado oriental suaviza su pendiente y sobre el que se han practicado una serie de oquedades a modo de peldaños de escalera que dan acceso a la cima. Por el lado sur se aprecia una suave rampa que bordea la roca, donde se han practicado una serie de rebajes que parecen servir como apoyo de una estructura –posiblemente de madera– que lleva al inicio de la escalera ya mencionada. Desgraciadamente la base en que se apoyaban el inicio de la escala se ha desprendido y la rotura interrumpe la continuidad de la rampa. De cualquier manera el acceso a lo más alto no se realiza sin dificultad.
Las escaleras daban acceso la parte superior, que tiene forma amesetada y presenta un suave desnivel hacia el norte. Arriba se aprecian dos concavidades comunicadas entre sí, una de ellas prácticamente desaparecida por la disolución del granito provocada por el agua de lluvia, que ha excavado canalillos que vierten al pie del altar. La erosión ha hecho su trabajo, arrasando la superficie del altar y dificultando enormemente la identificación de sus elementos.
A pocos metros de nuestra peña, y en un plano superior en el paisaje, se yergue otro gran bolo de granito, de caprichosa forma, que parece imitar una esfinge. Se aprecia perfectamente un rostro desdibujado, pero que aún conserva sus rasgos más distintivos. La escorrentía de la parte superior del gran bolo ha marcado un surco en mitad de la cara que rompe su simetría. La boca es una fisura de forma sinuosa en la parte inferior que remata el óvalo de la barbilla. La nariz forma una protuberancia con una incisión a modo de fosas nasales, de las que sólo conserva la izquierda; y los ojos, consisten en dos grandes concavidades a modo de cuencas, la izquierda más definida, con un círculo central a modo de iris y un resalte imitando el arco supracilial.
La citada elevación, por su posición estratégica en una importante ruta de comunicación, ha sido ocupada desde los tiempos más remotos. Los restos apuntan a una presencia humana al menos desde la Edad de los Metales, momento en que pudieron ser aprovechados algunos de los abrigos existentes en esta zona del berrocal, si es que no lo fueron ya durante el Neolítico. En el Calcolítico la introducción de nuevas tecnologías y la extensión de los contactos comerciales provocaron un incremento notable de la población. El hábitat sale de las cuevas y abrigos naturales, que todavía seguirán utilizándose, para emplazarse en las principales alturas que controlan los caminos naturales. No es de extrañar que aquí se asentara un poblado de esta época, pues reúne las condiciones topográficas para ello. La ausencia de restos quizás pueda deberse a la continuidad del hábitat en etapas sucesivas que ha terminado arrasando las antiguas estructuras reaprovechadas en la construcción de las nuevas.
No hay que olvidar que la comarca de Trujillo es uno de los focos de poblamiento más significativos de toda la Cuenca Media del Tajo entre el IV y el III milenio por su riqueza minera que fue explotada desde épocas muy remotas.
Quizás date ya de esta época la primera utilización de nuestra peña como lugar sagrado por los habitantes del lugar. Desconocemos prácticamente todo lo relacionado con los rituales y ceremonias de las gentes del Calcolítico y la Edad del Bronce, pero parece claro que la utilización de estas peñas como lugares sacros se remonta a épocas muy antiguas, frecuentemente asociadas a fenómenos megalíticos.
El poblamiento de la Edad del Bronce sigue los mismos parámetros de emplazamientos, constructivos y habitacionales de la etapa anterior, pero las comunidades se hacen más complejas y estructuradas como consecuencia de las corrientes metalúrgicas atlánticas y mediterránea que dejarán su impronta en todas las facetas de la vida de estas comunidades. Y la religión y sus rituales no van a permanecer al margen de las nuevas modas que empiezan a transformar las vidas de los lugareños.
Efectivamente la corriente atlántica que pone en contacto las tierras ribereñas europeas penetrarán, aunque ya de forma atenuada, hasta Extremadura, dejando sentir su influencia, no sólo en la cultura material, sino también en las manifestaciones del espíritu. Claro ejemplo de ello es la aparición de espadas en los ríos, como la hallada en el vado de Alconétar, siguiendo un ritual con probable significado religioso, que se repite por toda la fachada atlántica y que va a perdurar hasta época romana.Estos altares rupestres o peñas sacras no son manifestaciones de unas creencias de carácter local, sino que están ampliamente documentadas por todo el occidente peninsular desde Andalucía hasta Galicia, siendo especialmente abundantes en todo el cuadrante noroccidental, pero extendiéndose también hacia el centro y zona nororiental hasta Cataluña. El fenómeno rebasa la Península y se extiende por las costas francesas hasta Bretaña y salta a las islas Británicas.
Almagro Gorbea relaciona estas manifestaciones religiosas con un sustrato muy arcaico que define como «protocéltico» y viene a coincidir con otros elementos rituales del llamado Bronce Atlántico como el ya mencionado de arrojar armas a las aguas.
No estamos en condiciones de asegurar que el altar de sacrificio de La Molineta siguiera cumpliendo su función en la etapa prerromana, cuando las tierras de la meseta trujillano cacereña estuvieron habitadas por vettones, pero las características topográficas parecen descartar la existencia de un poblado en ésta época. Con la llegada de Roma y la reorganización administrativa de las comunidades indígenas, el poblamiento se concentró en el monte gemelo, donde se edificó la antigua ciudad de Turgalium, que debió amortizar hasta épocas posteriores el uso de La Molineta.
Para la época romana hay abundante documentación en la epigrafía que nos habla de una serie de divinidades indígenas que debieron recibir culto en santuarios localizados en la zona urbana de la capital de la regio, por lo que este tipo de altares rupestres debieron caer en desuso, al menos los que estaban el zonas intensamente romanizadas. En su lugar surgieron otros espacios sacros al estilo romano, como el documentado en una inscripción hallada en el patio del convento de las Jerónimas en la que se menciona un fanum dedicado posiblemente a la diosa Bellona y donde recientemente han aparecido restos que podrían pertenecer al citado edificio sacro.
La posición estratégica de La Molineta no pasó desapercibida para la invasión árabe. En lo más alto de la elevación se conservan los restos de una atalaya de esta época, citada reiteradamente por las fuentes como un bastión esencial de ocupación islámica desde donde se divisaba la ciudad de Taryala (Trujillo) a unos 2 km al Oeste, y la Sierra de Santa Cruz al Sur, que fue otro enclave importante con restos de ocupación humana desde la Prehistoria hasta el siglo XIII.
La construcción aprovecha una elevación granítica para erigir en su perímetro muros de mampostería en los que destacan los mampuestos a sardinel. Consideramos que dicha atalaya pudo haber sido construida en época emiral, perpetuándose la ocupación hasta el siglo XIII, abandonada tras la reconquista cristiana acaecida el 25 de enero de 1232; abandono que se ha mantenido hasta nuestros días. A grandes rasgos, en función de lo que permiten ver la mucha vegetación y los derrumbes que se aprecian en la falda del cerro, presenta una gran plataforma construida en piedra provista de enormes contrafuertes cuyo grosor supera los dos metros y con alzados superiores a cuatro. El alto del cerro debió estar coronado por una atalaya de importantes dimensiones, aprovechando los muchos afloramientos rocosos existentes, que aun hoy día puede verse a pesar del deterioro avanzado en el que se encuentra.
Encima de los restos de la atalaya, y aprovechando los materiales pétreos de la misma, en el siglo XVIII se construyó el molino para triturar el grano. El molino tiene forma cilíndrica y mide unos siete metros de altura con un diámetro aproximado de más de seis metros. La planta baja, todavía visible, aunque en lamentable estado de conservación, se utilizaba como almacén y la planta superior estaba sostenida por una bóveda de sillar de tosca de ¼ de esfera, tal como se aprecia por los arranques y donde se colocaba toda la maquinaria. En la actualidad el molino está destruidos y sólo se mantienen los muros maestros; las aspas y la maquinaria, que se conservaba hasta finales del siglo XIX, han desaparecido.
Entre el Altar y el Molino, nos encontramos con los restos de una prensa olearia. Es una auténtica reliquia del siglo XVII y constituye un fiel reflejo de los antiguos molinos olearios mediterráneos, cuyas principales características se mantuvieron sin cambios durante cerca de dos milenios.
Paralelos, dispersión y cronología
El altar de La Molineta no es el único caso de este tipo de monumentos en el entorno de Trujillo, a unos escasos 2 km de aquí se encuentra otra peña similar en la finca “Las Calderonas”. Se trata de una estructura un tanto original que parece haber sido tallada desde su base, pues en sus lados norte y este, junto a las entalladuras propias de estos altares, se aprecian rebajes en forma de escalones que en algunas zonas se ensanchan hasta ocupar la longitud total del gran bolo de granito. Desconocemos cuál era la función de estos rebajes que parecen querer elaborar una forma predeterminada que quedó inconclusa.
La ubicación de esta peña sacra y las características topográficas del entorno difieren sensiblemente de los de La Molineta. Allí el altar parece proyectarse hacia el firmamento, como si los sacrificios, las ofrendas y demás rituales buscaran esa proyección astral para contentar la voluntad de los dioses y atraerse sus parabienes. En este ascenso alegórico a los cielos, las entalladuras serían escalones que facilitan el camino.
En Las Calderonas el gran bolo de granito está en el centro de un amplio valle con buena visibilidad, pero rodeado de elevaciones de mayor altura. Aquí el valle predispone al recogimiento, a la captación de las potencialidades del entorno, en un intento de atraer las miradas del paisaje. Podríamos compararlo con un gran teatro en el que la gran roca destacaría en el centro de la escena, rodeada de un imponente y expectante graderío que dirige su mirada hacia lo allí representado. En ambos casos la peña se configura como un punto de unión, el ónfalo en el que se establece la comunicación entre el mundo de los dioses y el de los hombres.
No deja de sorprender la proximidad de estos altares, que muy bien podrían formar parte de un solo espacio sacro, pero no hay que descartar su utilización en épocas diferentes.
Se conocen otras peñas sacras con estas o parecidas características diseminadas por tierras extremeñas. Algunas de ellas se relacionan brevemente en el estudio de que Almagro y Jiménez dedicaron al Prado de Lácara y que comprenden varias áreas geográficas:
Área de Mérida: donde se encuentran las de Prado de Lácara, Sequeros I, II y III.
Área de Valencia de Alcántara-Alcántara: donde se localizan la peña denominada “Cancho Penedo”, en una zona rica en monumentos megalíticos; y Peña Carnicera, en la localidad de Mata de Alcántara.
Área de Malpartida de Cáceres: en el entorno de Los Barruecos, donde se ubican “Las Cuatro Hermanas”, a la entrada de la localidad por la carretera de Cáceres; y otra, sin nombre conocido, en el extremo suroeste del berrocal y en las proximidades del citado Monumento Natural.
Área de Plasencia: con un solo yacimiento localizado en el complejo arqueológico de Valcorchero.
Área de Trujillo: Junto a estas cuatro grandes áreas habría que incluir una quinta que abarcaría la comarca de Trujillo, donde además de La Molineta y Las Calderonas existen algunos ejemplares más que están siendo objeto de un estudio pormenorizado y que pronto verán la luz.
El desarrollo de los estudios sobre los altares rupestre y la diversidad de los mismos, ha motivado los primeros intentos de establecer una clasificación tipológica que permitan agrupar los distintos conjuntos de acuerdo a sus características y morfología. Así, Correia Santos establece en estos lugares de culto de tradición indígena 5 grupos con sus correspondientes subgrupos. A, estructuras rupestres con cavidades y escalones; B, estructuras rupestres con cavidades, sin escalones asociadas a veces con grabados rupestres; C, auténticos santuarios con inscripciones , sin estructuras rupestres; D, espacios subterráneos; y E, estructuras construidas generalmente en el interior de poblados.
Nuestro altar estaría encuadrado en el tipo A1, caracterizado por estructuras rupestres con cavidades y escalones que reaprovechan las cavidades de origen natural con canales artificiales.
Almagro Gorbea y Jiménez Ávila, sin llegar a establecer una clasificación pormenorizada, definen este tipo de altares rupestres con escalones o entalladuras, como “tipo Lácara”, por el hallado en el contexto del conjunto megalítico del dolmen de Lácara en Mérida, de características muy similares al que aquí presentamos.
Se ha intentado por parte de la moderna investigación establecer una secuencia cronológica para los altares rupestres. Así Correia Santos aprecia una evolución morfológica para su grupo A. En una primera fase se utilizarían las cavidades de origen natural, asociadas a contextos indígenas no romanizados. Una segunda fase en la que las cavidades naturales se complementan con piletas artificiales y otros elementos, como entalles en forma de asiento. Y por último, una tercera fase en la que junto a estos elementos aparecen textos epigráficos y restos cerámicos de época romana.
El problema es que la mayor parte de estos monumentos carecen de contexto arqueológico documentado y su utilización parece haberse prolongado en el tiempo, de tal modo que no pueden asignarse a culturas o periodos concretos.
Calendario
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