CARMEN RUIZ-TILVE, CRONISTA OFICIAL DE OVIEDO
Muchos ovetenses no lo olvidan, como le gustaba posar en fotos institucionales y como frecuentaba la vida nocturna de la ciudad. Pero un día, Rufo despareció del centro y poco a poco, el perro de Oviedo fue solo un recuerdo. El famoso era, en realidad, Rufo II. Tuvo un precedente, otro can abandonado que vivía en el centro. Estaba encariñado con un comercial que, conmovido por la fidelidad del animal, decidió buscarle un hogar y ponerle el nombre de Rufo. Por eso cuando en el Campo de San Francisco y alrededores se instaló otro, acabó con el mismo nombre.
Tendría un año y medio aproximadamente cuando decidió quedarse a vivir en Vetusta. «Probablemente alguien le abandonó», comenta Froilán Neira, responsable de la Sociedad Protectora de Animales y Plantas de la ciudad. Fue en el año 1988. El can, cruce de mastín, «no tenía habilidades especiales, lo que tenía era extraordinariamente desarrollado el instinto de acercarse a las personas», describe Neira.
Pero ese exceso de confianza le jugó una vez una mala pasada. Un día jugaba con otro animal en el Campo de San Francisco y ese otro perro «mordió a un niño, poco más que un rasguño», incide Neira. Sin embargo, cuando la Policía Local llegó al lugar, el otro can se había esfumado junto a sus dueños. Rufo se llevó la culpa y tuvo que pasar 14 días en cuarentena, por la posible transmisión de la rabia.
«A Rufo lo trasladaron a un nave del antiguo matadero que estaba cerrada. Fui a verlo y estaba en un jaula muy pequeña, decidí dejarlo suelto para que por lo menos caminara, con tan mala suerte, que fueron por allí unos veterinarios municipales y montaron un escándalo, así que volvió al encierro», explica Neira. Este episodio de la vida de Rufo, dio origen a que muchos aseguren que Oviedo se manifestó para pedir la puesta en libertad del perro.
Ese instinto superlativo para acercarse a los tumultos humanos hizo que Rufo quedara inmortalizado en algunas imágenes que han pasado a la historia. Por ejemplo, posó en la toma de posesión del gobierno regional de Pedro de Silva y encabezó algunas de las manifestaciones de la época. Dicen incluso que el alcalde, Antonio Masip, tuvo que comentarle una vez que el teatro Campoamor no era lugar para él. Cuenta la historia que se coló en un acto solemne, la ópera según unos, la entrega de los premios Príncipe de Asturias según otros.
Lo que sí está confirmado y corroborado es que a Rufo le gustaba la vida nocturna. Un fotógrafo de esta ciudad recuerda cómo un día cuando ya regresaba a casa tras una noche de fiesta él y un amigo se toparon con Rufo. Se lo llevaron a casa y lo lavaron y le dieron de comer. «Porque Rufo siempre fue un perro bien cuidado y bien alimentado. Yo creo que fue feliz que hizo lo que quiso y eso no es fácil», valora la cronista oficial de Oviedo, Carmen Ruiz-Tilve.
Aunque no todo fueron momentos buenos. Recuerda Neira como en al menos dos ocasiones «algunos graciosos le dieron alcohol de beber y tuvimos que llevarlo a la clínica veterinaria». Porque si Oviedo era quien le daba cariño y comida, la Sociedad Protectora de Animales se ocupaba de todo aquello relacionado con la salud de Rufo. «Estaba controlado sanitariamente, aunque fue un perro que enfermó muy poco», comenta.
Con unos 40 kilos de peso y ese carácter que no le causaba problemas con nadie, pasó su vida en las calles del centro de la ciudad. A las ocho de la mañana ya podía vérsele a las puertas de Galerías Preciados y de allí se iba moviendo a su antojo. En su última época se echó un amigo, conocido, no podía ser de otra forma, como Rufo III.
A mediados de los 90, Rufo ya estaba torpe. «Me daba miedo que le atropellara un coche, porque estos perros a esas edades pierden la vista», razona Neira. Habló con el alcalde, de aquella Gabino de Lorenzo, y acordaron llevar al animal y su amigo al albergue de animales. Estaban sueltos por el recinto y solo compartían la celda para dormir. Pero a los tres años de ingresar en el albergue su estado empeoró. Murió en plena celebración de las fiestas de su ciudad el día de San Mateo de 1997.
Fuente: http://www.elcomercio.es/ – Idoya Rey