POR ANTONIO LUIS GALIANO, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA
Ahora que está tan de moda aquello de los consorcios de bomberos y que por desgracia, cuando aprieta el calor debido a la escasez de lluvia durante todo el año, el riesgo de siniestros forestales se incrementa, podemos dirigir nuestros pasos hacia los incendios. Muchas veces, en el ámbito natural se producen por culpa de esos asesinos del medio ambiente que haciendo de las suyas, bien por un complejo de inferioridad, transformándose en pirómanos como un Nerón cualquiera con arpa incluida, o bien siguiendo instrucciones interesadas en dejar espacio disponible para el ladrillo. Y a propósito de todo ello, nos viene a la cabeza, aquella batucada que hizo famosa Sacha Distel que, recurriendo a la voz de una sirena, que en plena noche gritaba «fuego» en Río de Janeiro, mientras se asombraba de la tardanza de los bomberos preguntándose dónde estaba la manguera y la escalera. Lo cierto es que, a buen ritmo carioca los bomberos danzaban sin encontrar ni la una ni la otra. Probablemente, les habría sido más fácil echar mano de los cántaros de los aguadores como se hacía en la Orihuela de 1882. El 30 de enero de aquel año, a las tres de la madrugada se incendió la farmacia de Luis Brach Cámara y a los aguadores que auxiliaron hubo que gratificarlos por los cántaros que se les habían roto. Con motivo de este siniestro, el capitán de la Brigada de Zapadores enviaba una relación de los individuos que habían participado en la extinción para que se les gratificara. Ante ello, el Ayuntamiento acordó que se les diera doce reales a cada cabo y al brigada, seis reales a cada zapador (excepto al corneta) y cuatro al barrero, siendo estas cantidades con las que se les debía compensar en adelante a los miembros de la Brigada «por el celo desplegado». Asimismo, se debía entregar cuarenta reales al primer miembro del cuerpo contra incendios que acudiera al siniestro.
En aquellos momentos todavía no estaba reglamentado el servicio contra incendios en Orihuela, y se daba a conocer un proyecto de Reglamento para la Compañía de Bomberos, redactado por el jefe director facultativo José María Moreno, que no debió de llevarse a efecto, puesto que ocho años después fue presentado otro a la Corporación que tampoco tenemos certeza de que fuera aprobado.
Lo cierto es que los incendios en nuestra ciudad eran frecuentes. Sin ir más lejos, el 24 de marzo de 1882, se siniestraron dos casas en la calle de Arriba, teniendo que intervenir los bomberos. Un año antes, a mitad del mes de abril, se produjo un violento incendio en un comercio propiedad sito en «la casa esquinal al paseo de Alfonso XII y la Plaza de la Merced», que corresponde al edificio en cuyos bajos durante muchos años estuvo el taller de reparación de calzados de ‘El Relámpago’. Aunque en pocas horas el edificio quedó en ruinas, desde el primer momento el alcalde liberal Tomás Soler Más se puso al frente de la situación, y gracias a las tareas de la Brigada de Zapadores Bomberos todo quedó controlado a las tres horas. La ayuda humana llegó por todas partes, acudiendo al lugar del siniestro desde el obispo Pedro María Cubero López de Padilla al jefe de la Guardia Civil con varios números, pasando por el juez de Primera Instancia, el maestro de obras de la ciudad y varios oficiales de los Batallones de Reserva y Depósito. En los primeros momentos, el capitán jefe de la Brigada, Pedro Ramón Mesples sufrió un golpe que le produjo la dislocación de uno de los tendones del pie izquierdo, permaneciendo a pesar de ello, al frente de sus hombres inculcándoles ánimo. Al día siguiente fue asistido por el «entendido médico-cirujano don Tomás Bueno, cuyo diagnóstico fue satisfactorio.
En ocasiones era el propietario quien con su inmediata actuación conseguía que el siniestro no fuera de mayor magnitud, tal como ocurrió a finales del mes de julio de 1900 en la panadería de José Vergel, en que gracias a la intervención del mismo y de algunos vecinos el fuego fue sofocado rápidamente. Algo parecido sucedió en el Teatro de la Corredera que, en octubre de este último año estaba siendo reparado y preparado para los Juegos Florales de la Cruz Roja. En esta ocasión se produjo un conato de incendio al haberse quemado uno de los conductores eléctricos y debido a la oportuna intervención de los que allí se encontraban en esos momentos no se produjeron daños.
La intervención oportuna de los propietarios y vecinos al inicio del siniestro, y la de los zapadores bomberos en la ciudad cuando alcanzaba otros niveles de gravedad era cotidiano. Sin embargo, cuando ello ocurría en la huerta, la disponibilidad de medios humanos y técnicos era prácticamente nula, concretándose todo en una indemnización. Así acaeció, el 3 de enero de 1919, en que se le concedió la cantidad de cincuenta pesetas a José Gutiérrez Robles al habérsele quemado dos barracas y todo lo que contenían. De igual manera, el 5 de abril de este año se quemaba en el Alcachofar una barraca con todos los muebles y enseres propiedad de José Alcocer, al cual se le socorrió como era de costumbre con veinticinco pesetas.
Queramos o no, eran momentos lógicamente muy diferentes a los de ahora, pues en las notas que localizamos no se habla de manguera ni escalera, sí de cantaros y aguadores, y a lo sumo de bombas y cubas. Esperemos que esos émulos de Nerón se controlen y no den culto a Vulcano, dios del fuego.
Fuente: http://www.laverdad.es/