LAS ROMERÍAS ASTURIANAS SEGÚN JOVELLANOS
Jul 08 2024

POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS).

Una danza Prima en alguna romería asturiana del año 1910.

Melchor Gaspar de Jovellanos nació en Gijón la noche de Reyes de 1744, de ahí que se le impusieran esos nombres, y murió en Puerto de Vega el 27 de noviembre de 1811.

Pensador, político, jurisconsulto, economista y escritor, fue pieza fundamental en el complicado juego de la economía, del pensamiento moderno y del gobierno de la nación. En sus numerosísimos escritos, diarios, cartas y tratados se interesa por mil y una cosas. Miembro de numerosas Academias, llegó a ser Ministro de Gracia y Justicia en 1797. Fue injustamente desterrado durante siete años en Asturias y, más tarde, otros seis en Mallorca.

En su octava carta a Antonio Ponz –una figura esencial de la política cultural borbónica de la época que trabajó para Jovellanos y dejó una obra escrita monumental- Jovellanos le cuenta cómo eran las diversiones de los labradores asturianos. No había más diversiones que las romerías, así llamadas porque eran peregrinaciones de romeros que, en determinadas festividades, se hacían a los santuarios de la comarca, con motivo de la celebración del santo titular que en ella se celebraba.

Se escogía como escenario de las celebraciones el sitio más llano, frondoso y agradable de las inmediaciones de la ermita, donde se colocaban en círculo las tiendas, los comestibles y los toneles de sidra y vino, así como todo lo restante para el regocijo y la fiesta. Desde la víspera de la misma comenzaban a llegar al lugar tenderos, vendedores de frutas y licores y algunos romeros que montaban sus tiendas para pasar la noche y guarecerse del sol al día siguiente o bien de las lluvias, frecuentes en Asturias.

La noche se pasaba en baile y jarana a orillas de una gran hoguera que hacía encender el mayordomo de la fiesta.

Utilicemos ahora el tiempo presente para dar más viveza al relato: Resuenan por todas partes el tambor, la gaita, los cánticos y el bullicio general. Al amanecer se ponen en camino los que vienen a la ermita atraídos por la devoción, la curiosidad o el deseo de divertirse. Vienen de las aldeas ataviados con las mejores galas que su pobreza les permite. Sobre todo, la gente moza se adereza y engalana a las mil maravillas, dado que son estas las únicas ocasiones en que se ven y se hablan los novios y se apalabran muchas bodas.

Entran los romeros en la ermita a hacer sus preces, peticiones, agradecimientos, siempre de acuerdo con su sencilla devoción. La imagen del santo titular de la fiesta suele ser pequeña, mal terminada y, muchas veces, corroída por la carcoma y la polilla.

Tras las visitas a la ermita, la misa y la procesión, la gente se da a la fiesta. Se venden ganados, ropas y alhajas, así como todo tipo de comestibles. Así se llega a la hora de la comida, cuando el sol está en lo más alto. La gente se distribuye en grupos a la sombra de los árboles, cerca de un río, de un arroyo o de una fuente cristalina, para hacer sus comidas, presididas por la frugalidad y la alegría. La leche, el queso, la manteca, las frutas verdes y secas, buen pan y buena sidra, son la materia ordinaria de estos banquetes. Algunos sestean un rato por aquellos amenos lugares y, seguidamente, se empiezan a disponer las danzas que servirán de ocupación el resto de la tarde. Hombres y mujeres forman la suya por separado. Hay algunas diferencias entre ellas.

Seméjanse en unirse todos los danzantes en rueda, cogidos de las manos y giran en rededor en un movimiento lento y compasado, al son del canto. Los hombres danzan al son de un romance de ocho sílabas, cantado por alguno de los mozos de la comarca cuya voz sea clara y tenga buena memoria, y a cada copla o cuarteto del romance responde todo el coro con una especie de estrambote que consta de dos versos o media copla. Señala Jovellanos que el origen de estas danzas no sería extraño que hubiese tenido lugar en la Edad Media, dado que tienen un sabor a los usos y estilos litúrgicos de aquellos siglos y que pudieron llegar acá con los romeros que peregrinaban a las romerías de San Salvador de Oviedo o que iban de camino hacia Santiago de Compostela, que en la Edad Media era frecuentadísimo En estas danzas varoniles se observa que todos los danzantes llevan su garrote, que sostienen con dos dedos de la mano izquierda, libres los otros para enlazarse en la rueda o corro.

A veces, en medio de la danza, algún valentón empieza a vitorear a su pueblo o su concejo. Los del concejo vecino, por lo común rival, vitorean el suyo; crece la competencia, el griterío y la confusión; los menos valientes huyen; el más atrevido enarbola su palo, lo descarga sobre quien mejor le parece, y al cabo se arma tal pelea de garrotazos, que pocas veces deja de correr la sangre y, en alguna ocasión, se han producido más tristes consecuencias.

El Gobierno pensó en suprimir el uso de los palos, pero hubiese sido difícil de llevar a cabo dado el arraigo de la costumbre de portarlos en toda ocasión.

Disculpa el buen Jovellanos estas situaciones violentas y argumenta que los recreos de los hombres son muchas veces imagen de la guerra y que el sudor y la sangre suelen correr en sus juegos; “nacido para morir, hasta en sus diversiones halla camino para el sepulcro”.

Las danzas de las mozas asturianas forman una poesía reducida a un solo cuarteto o copla de ocho sílabas que se alterna con un largo estrambote o estribillo. El primer verso empieza con “¡Ay!, un galán de esta villa”. Generalmente se canta al amor o casa que diga relación con él. A veces se mezclan sátiras o invectivas; se zahiere la inconstancia de algún galán, la presunción de alguna doncella, ya el lujo de unos, la nimia confianza de otros, y cosas semejantes. Aunque las coplas se dirigen muchas veces contra determinadas personas, no siempre se las nombra, pero se las señala muy claramente, puede ser la persona que más sobresale por cualquier razón o circunstancia.

Ramón Menéndez Pidal escribió en 1930 que la danza prima es una asombrosa reliquia que nos queda de remotos siglos, como si fuese el blasón literario de Asturias. Y en su libro “Flor nueva de romances viejos” incluye el famoso “¡Ay!, Un galán de esta villa”, y dice que: “Este romance es un verdadero canto nacional para los asturianos, el más sabido por ellos, el más usado en la danza prima, famosa desde que la describieron Jovellanos y Durán”.

Cuenta a la sazón Jovellanos que siendo él bien niño, el entonces obispo de Oviedo don Julio Manrique de Lara se encontraba en su estupenda quinta de Contrueces, en las afueras del Gijón de la época; era el día de San Miguel y celebrábase allí famosa romería y, las mozas, para festejar a su ilustrísima, formaron su danza debajo de los mismos balcones de palacio.

El prelado, cansado del guirigay y la bulla dio orden para que hicieran retirar de allí las danzas. Sus capellanes fueron ejecutores del decreto, que se obedeció al punto; las mozas se mudaron de sitio, pero no tanto que no pudiesen ser oídas, armaron de nuevo la danza y recompusieron la letra de la misma que decía: “El señor obispo manda que se acaben los cantares; primero se han de acabar obispos y capellanes”. El obispo lo oyó desde su balcón y -dice don Melchor Gaspar-, lo celebró con gusto. Con gracia, añade Jovellanos, estas danzas constan de movimientos lentos y ordenados que indican las tranquilas afecciones de corazones inocentes y sensibles, mientras en los modernos bailes hay fuertes y afectadas contorsiones, más propias para expresar pasiones violentas y artificiosas.

Y recordemos que estos apuntes jovellanistas fueron hechos hace más de doscientos años. ¿Qué diría Jovellanos si viese un concierto de rock en nuestros días?

Cae la tarde y la romería va tocando a su fin. Hierve el bullicio y la alegría de los concurrentes. Aquí se canta y se danza, allí se tira a la barra, se juega y se retoza; unos tratan de amores, otros de intereses y contratos; estos beben, aquellos riñen, los otros corren y, en fin, reina sobre la escena un espíritu de unión, de alegría y de júbilo que todo lo anima.

Jovellanos se asombraba de que hubiera censores que clamasen contra esas inocentes diversiones, cuando eran el único desahogo a la vida afanada y laboriosa de los pobres y honrados labradores, que trabajaban todo el año con la esperanza de disfrutar a lo largo del verano de tres o cuatro días alegres y divertidos. Añade que a la sombra de aquellos regocijos podía alguna vez encontrarse esbozada alguna disolución, pero que no estaban libres de la misma ni las concurrencias más santas. En esta octava carta a Ponz dice textualmente: “¡Cuántas veces el libertinaje arma sus emboscadas en los ángulos de los templos! ¡Cuántas contrahace la devoción para combatirla! ¡Cuántas se cubre del santo velo de la virtud para disfrazar los designios del vicio! ¿Y por eso pondremos en entredicho a las casas del Señor? ¿Cerraremos sus puertas a un pueblo entero de corazones fervorosos, solo para negar la entrada a un solo libertino?”. Toda una lección, añado yo, tan válida ayer como hoy.

Entre los reprobadores de las romerías se encontraba el sabio benedictino gallego fray Benito Jerónimo Feijoo, vecino de Oviedo durante cincuenta y cinco años, catedrático de teología y digno de elogio por mil cosas, pero en este tema no parecía muy acertado.

Jovellanos critica los escritos de este como sermones pedantescos con mala lógica y frívolos argumentos. Frente a Feijoo ensalza a otro benedictino, el docto Sarmiento, que alaba las romerías de Galicia en un excelente tratado. Considera el ilustre gijonés que la prohibición de las romerías asturianas hecha por el sínodo episcopal de Oviedo, aunque sea muy respetable para que él se atreva a combatirla, sufrió retrasos de aprobación, fue reclamada en varios puntos y, por último, que perteneciendo esta materia en todas sus partes a la autoridad civil, ella sola es quien debería regularla en todo tiempo.

La nueva ordenanza del Principado de aquella época desoyó la prohibición eclesiástica y dio leyes a estas diversiones.

Dichoso el pueblo, añade Jovellanos, cuyas sencillas costumbres representan todavía una imagen de esta envidiable y primitiva felicidad. En los juegos de los egipcios, de los griegos y de los romanos, siempre se mezclaba la religión, sin embargo una razón política los fomentaba y sostenía, porque se juzgaban necesarios para la quietud y entretenimiento de los pueblos.

De modo que no difiere tanto la visión de algunas cosas, si comparamos la de siglos pasados con la de estos tiempos, cuando ya corre el vigésimo cuarto año del siglo XXI.

(Este artículo lo publiqué en el diario “La Nueva España” el día 1.º de julio de 2017)

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