EL CRISOL, PREGONERO DE LUJO DE LA ALFARERÍA PERIGÜELANA
Jun 30 2014

POR RAMÓN  M. CARNERO, CRONISTA OFICIAL DE PERERUELA DE SAYAGO (ZAMORA)

Cartel pregón

Siendo mi cuna los barros perigüelanos, habiendo sido acunado al ritmo lento en que se mueve la rueda o torno con el monótono compás que marca la palma de la mano tortelleando la pella de barro sobre la lusia para hacer el asiento de una pieza cualquiera, viniendo de familia con solera de siglos en el mundo del barro y en el de hacer caminos y recorrer pueblos vendiendo alfarería, aunque lo conocí por los documentos; en mi niñez, tuve la inmensa fortuna de que mi abuelo materno, Lázaro, el Tío Sebastiano, además de arriero de cacharros, fuese un magnífico relator de historias.

Ramon Carnero con Emilio Ramos (La Opinión de Zamora)

Y aunque falleció cuando yo tenía siete años, mi abuela, alfarera ella, que a poco deja este mundo arrodillada junto a la rueda, y mi madre, que también hizo alguna penitencia frente a ella, continuaron aquella labor de mi abuelo, gracias a lo cual la memoria de sus viajes, y otras historias, permanece viva.

Pregon Ramon Carnero
Y como quien dice, pidiéndole ayer mismo a mi abuela que me hiciera unas canicas y una hucha, y ella pidiéndome a mí que le diera a la rueda –que era hacérsela girar más rápido de lo normal porque estaba haciendo alguna pieza que lo requería-. Y… Con ese bagaje de fabricación y venta, con tantos recuerdos y relatos de arrieros perigüelanos y de aquellos hijos o hijas que les acompañaron en sus viajes: mi madre, con once o doce años, allá por 1938 o 1939, fue con mi abuelo hasta el norte de Extremadura en un viaje de ocho días, y mi suegra, más o menos con la misma edad y por la misma época, también en un viaje de una semana, fue con su padre hasta Saldaña en el norte palentino. Con mi hermano Antonio, mayor que yo cuatro años, que a lo largo de la primera mitad de los años sesenta del pasado siglo, desde que yo tenía siete u ocho años, le veía marchar una y otra vez, primero con el arriero Manuel Velasco, del que no conservo imagen en la memoria, marido de la alfarera Jovita Tamame, que recuerdo perfectamente, y después de días de ausencia volver hablando que había estado en una Sierra de Francia. ¡Anda que no había ido lejos!

Luego lo haría con  Julián Álvarez, marido de la alfarera Felicidad Pastor, presente en esta feria desde la primera edición, con aquel carro con toldo tirado por una mula por tierras del norte de León y volver al cabo de muchos días -hasta tres semanas aún recuerda-. Un último año con este mismo arriero, lo hizo mi primo José Mari, que solo tiene dos años más que yo, por las mismas tierras.

Con el arriero Isaac González Antón, marido de la alfarera Ángeles Redondo, que también estuvo presente desde los inicios de esta feria, refiriéndome, entre otras muchas cosas de su andar caminos, cómo, en ocasiones, si no mandaba echar un pregón oficial, y claro está pagarlo, con el pregón propio no vendía nada. Con Eugenio Martín, tío de mi mujer, arriero él, relatándome sus vivencias de niño y menos niño por caminos norteños de Palencia y Cantabria y, también, por la Alberca salmantina, y cantándome un pregón que hacía para atraer a la gente junto a su carro.

Con Lázaro González, también arriero, y su mujer Olegaria Merino, otra de las alfareras presente desde la primera edición de esta feria, colocando una hornada de cacharros en su horno de leña y encendiendo la leña para cocerla, para que yo lo grabara en video allá por los comienzos de los años 90 del siglo pasado. Con Ricardo Pérez, un arriero más, y su mujer Alejandría Pastor, la otra componente del grupo de alfareras pioneras de esta feria, familia esta para la que trabajaba mi abuela en crudo.

Con toda esa geografía peninsular que abarcaron los muchos arrieros perigüelanos que la recorrieron desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta ya mediado el siglo XX, siempre pregonando sus cacharros para venderlos. Con toda esa herencia no puedo entender que si la plaza de Viriato y la de Claudio Moyano están llenas de productos derivados del barro, como otras plazas en el pasado y otras lo estarán en el futuro, no haya pregón. No es bueno que la feria de la cerámica y la alfarería se quede huérfana de esa voz que la cuenta y la canta, como algunos años ha pasado. Tienen, pues, los pregones su lugar ganado a golpe de voz desde que el primer alfarero de la historia anunció alfarería voceando para venderla. De entre los pregones que se han dado en esta feria, hay uno especial para mí, el de 1975, porque las doctoras de etnología del Museo del Hombre de Paris: Monique Rousel y Jeanine Fribourg, pregonaron, y de qué manera, la alfarería de Pereruela, mi pueblo. Pregoneras de lujo que cerraron un ciclo de divulgación y reconocimiento internacional desde el otro lado de los Pirineos de esta alfarería zamorana, que tuvo en la capital francesa su mejor heraldo a lo largo del siglo XIX.

Ahora no era aquella Francia con sierra de mi niñez, a donde había ido mi hermano a vender cacharros. Se trataba de una Francia universal, cuyo papel en el discurrir de esta alfarería estaba aún por desvelar. Sebastián de Miñano, en su Diccionario geográfico-estadístico de España y Portugal (1827), en las primeras décadas de aquel siglo XIX, que fue de oro para esta alfarería, ya nos dice que se habían enviado muestras de los barros zamoranos de Muelas y Pereruela a Francia, con todo lo que significaba en aquellos momentos en el mundo de la cultura y la ciencia. Y Francia pregonó las excelencias de los barros y de los crisoles, aquellos cucuruchos de barro y de otras formas para fundir metales que se producían en estos lugares. No quedó ahí la cosa, porque los más grandiosos pregones que sobre la alfarería perigüelana se han dado, y difícilmente se podrán superar, los dio de nuevo la capital francesa en sus Exposiciones Universales de 1855, 1867 y 1878.

Esta última, junto con la Exposición Universal de Viena cinco años antes, en 1873, las conocí por la ponencia La cerámica de Pereruela en las exposiciones universales, que presentó Jaume Coll, Director del Museo Nacional de la Cerámica (Valencia), en el

Congreso de Ceramología celebrado en Zamora en diciembre de 2005, en él que yo también participé, sobre la presencia del alfarero perigüelano Lucas Porto Carnero en dichas exposiciones, así como la de Pedro Cabello y Septién, político cántabro que fue alcalde de Zamora en 1875 y 1880, y senador por Lugo y Zamora en diferentes ocasiones a partir de esta última fecha, en la parisina como fabricante de tierra refractaria de Pereruela, por la que fue merecedor de Mención Honorífica. Ponencia que luego me remitió personalmente y me permitió investigar sobre Lucas Porto Carnero, que a pesar del lejano parentesco que nos unía no solamente era ignorado en el ámbito familiar, también en el local.

Respecto a las dos exposiciones primeras de París, 1855 y 1867, junto con la tercera, supe de ellas por la, prácticamente reciente pues es de 2009, tesis doctoral de Ana Belén Lasheras Peña: España en París. La imagen nacional en las exposiciones universales. 1855-1900 (tesis en red), por la

Universidad de Cantabria. Gracias a su información hoy sabemos, que el primero que presentó alfarería perigüelana en la primera exposición de París fue el alfarero José Redondo (Pág. 1477), luego le siguió en las otras, sumándole la de Viena, Lucas Porto Carnero (Pág. 1460). Techo que no se ha superado a pesar del tiempo transcurrido y de algunas innovaciones como los nuevos esmaltados, las ruedas o tornos más modernos que han aliviado la hechura de piezas al poder trabajar sentado, la cochura en hornos acordes a los tiempos actuales que se implantaron en el siglo XX…

La primera pieza que París pregonó al mundo en 1855, con el antecedente de comienzos del siglo XIX que registró De Miñano, y de la mano del alfarero José Redondo no podía ser otra que el crisol. Con este aval, no debe extrañarnos que los Redondo surtieran de esta pieza a la Fábrica Nacional de la Moneda española. Aún tuve la fortuna de conocer, por vecindad, aunque ya inactivo, al último de los Redondo que hizo tan prestigiosa pieza, el Tío Zacarías-. Después de José Redondo, Lucas Porto Carnero presentó crisoles, ladrillos refractarios, arcilla refractaria pulverizada y en estado natural, retortas, espurificadores, rocles, muflas y loza ordinaria, siendo distinguido en la de 1878 con medalla de bronce.

Llegar a ese techo que anuncia tales excelencias, es una andadura más que milenaria de generaciones de perigüelanos que no debemos olvidar. Porque además nos han enseñado a que no caigamos en el error del silencio pregonero en el que ha estado sumida esta feria años.

El pasado brillante no sólo de este alfar sayagués, también el de Muelas del Pan, el de Olivares, el de Carbellino, el de Toro, el de Moveros, el de Venialbo, el del Perdigón, los que hubo de murallas a dentro de esta nuestra ciudad de Zamora, los de tantos y tantos lugares de la geografía, algunos de los cuales le deben mucho a Herminio Ramos desde que en 1972 volvió a la vida aquellas ventas en las plazas, no pueden seguir silenciados en esa ingente cantidad de “pregones” escritos durante siglos, que gritan desde su silencio en las estanterías de los archivos en forma de testamentos, de inventarios por defunción y por dotes de matrimonio y aportaciones al mismo, de hijuelas, de contratos, de arrendamientos, que están esperando, como me ha pasado a mí en esta ocasión, a que los organismos públicos y privados llamen, pero no sólo de palabra, también con aportaciones económicas, al pregonero que los dé a conocer.

Gracias a esa labor de registros del pasado, sabemos que los ya nombrados crisoles perigüelanos, cuando llegan a tierras francesas, han tenido voz y de la buena en tierras españolas. Cómo los pregonarían, que durante siglos –los registros que tenemos arrancan en el siglo XVI- llegaron a jugar un papel fundamental en el arriendo de los barros por las familias alfareras de Pereruela, que es el motivo de mi actual trabajo de investigación.

Cuál no sería su importancia estratégico económica, no solamente local, que en el siglo XVII -lo tengo documentado- los venían a buscar a Pereruela desde Sevilla donde se los proporcionaba Amaro Lorenzo. Y decir Sevilla en esos momentos, dada la conexión con la América Hispana, es mucho decir. Tema este que daría para un estudio.

Esta escalada constante de los alfareros perigüelanos ya venía avalada por las Ordenanzas Municipales de Zamora ciudad, recopiladas en 1550, que se conservan en el Archivo Histórico Provincial de Zamora. En la ordenanza que habla Sobre el comprar del barro, bañado y otras cosas, recogidas varias veces, establece claramente que ni el alcabalero de piedra y barro, ni otra persona alguna que sea recatón (vendedores al por menor), no pueda comprar barro ninguno, vidriado, ni bañado, etcétera, hasta tanto que el que lo trujiere a vender haya estado con su cargaje e tendido, vendiendo públicamente en las plazas, ferias e mercado de esta ciudad, un día entero, e los olleros de Periruela e Muelas hasta medio día.

Todo un reconocimiento sin duda nacido de la calidad. Por esos años, en Valladolid la vajilla de barro zamorano -dicen Moratinos y Villanueva en el capítulo dedicado a la alfarería perigüelana en su trabajo La alfarería en la Tierra de Zamora en época moderna, Cuadernos de investigación. 28. Pág.41. Instituto de Estudios Zamoranos

“Florián de Ocampo”. 2006- estaba considerada un bien de primera necesidad, siendo su venta regulada desde el ayuntamiento, con el fin de evitar, en la medida de los posible, abusos especulativos por parte de los ya mencionados recatones o regatones.

En el mismo término refleja Eugenio Larruga a finales del siglo XIX en Memorias políticas y económicas sobre los frutos, comercio, fábricas y minas de España. Volumen XII. Tomo XXXIV, pág. 253, 1795, una ordenanza de Salamanca, que dice que ningún vecino de esta ciudad pueda comprar en ella, ni cinco leguas a contorno de su jurisdicción para revender cosa de barro, ni vidriado del que en ella se haga, sino que lo vendan los que lo hacen, pena de perder la mercancía y una multa.

Estos ejemplos, junto con el registro en inventarios a lo largo de los siglos de diferentes vasijas rotas o quebradas, nos da una idea del papel fundamental que jugaba la alfarería en el pasado. Barro y más barro. Podíamos seguir horas y horas. Ante tal acumulación, si alguien se pregunta si he metido la mano en él y he hecho alfarería, le diré tímidamente que sí, aunque fue de niño mientras cuidaba vacas en compañía de mi hermano Jesús, en un prado junto a la fuente El Caño de la dehesa de Casillina, y en algún otro lugar. Repetía lo que veía en casa, pero sin rueda, como en el pasado remoto y como aún se hacen los hornos.

También, en la mocedad, una vez vuelto de tierras cántabras de estudiar con diecisiete años, le pedí a mi abuela que me enseñara a hacer cazuelas, y me llegué a arrodillar a su rueda con ella al lado. Y mi abuela puso gran empeño, más no en enseñarme a hacerlas, sino en alejarme lo más posible del barro y de su transformación entre mis manos, como me recordaba hace pocas fechas una de mis hermanas que lleva su nombre. Y consiguió su propósito. Pero sólo en parte.

Porque esa privación de conocer los secretos de la transformación del barro en objetos, seguro que es lo que me empujó a saber de la alfarería, pero desde otra perspectiva, la del estudio. Es por ello, que hoy más que nunca –lo siento abuela-, estoy cavando en las barreras de los archivos históricos Provincial y Diocesano, y he acarreado en el cesto de mi ordenador y cámara de fotos tanto barro documental que me llega hasta las cejas y lo he transformado en miles y miles de vasijas en la rueda de innumerables legajos que hay desde comienzos del siglo XV hasta el siglo XIX incluido. Y el barro escrito me ha revelado aspectos, tanto de la alfarería como de la sociedad perigüelana, inimaginables hasta la fecha, que espero vean pronto luz..

Llegar a todo esto y estar aquí pregonándolo ante ustedes es la consecuencia de aquellos recuerdos que permanecen vivos de mi abuelo Lázaro, del empeño de mi madre en que no desaparecieran; pero sobre todo de mi abuela Ascensión, que permaneció arrodillada junto a su rueda haciendo cacharros hasta el último aliento de su vida.

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