POR JUAN CUÉLLAR LÁZARO, CRONISTA OFICIAL DE LA COMUNIDAD DE VILLA Y TIERRA DE FUENTIDUEÑA (SEGOVIA)
Me cuenta mi mejor amigo que el fin de semana de la Almudena, largo para los madrileños capitalinos por haber trasladado la fiesta al lunes día 11, no fueron pocos los que aprovecharon para hacer un receso y escapar de la gran urbe en busca de cualquier destino atractivo donde relajarse y tomar un poco de aire.
Como tres días tampoco dan mucho de sí, mi mejor amigo, en buena compañía, optó por poner algo de tierra y un poco de mar de por medio y perderse en la ciudad italiana de Milán huyendo así de agobiantes y asfixiantes princesas presuntamente corruptas y deshonestas; de políticos trincones y estafadores; de ébolas y sus protocolos o lo que sea; de nuevesenes arturmasianos; y de messisceerresietes transformados en becerros de oro.
Pero ni aún poniendo tierra y mar de por medio consiguió mi mejor amigo librarse de lo que sucedía en nuestro país, pues los medios de comunicación nos siguen y persiguen aunque nos desplacemos hasta el más recóndito rincón del fin del mundo. Por azar se tropezó en el vestíbulo del hotel con el carismático periódico Il Corriere della Sera del día 10, y en su portada aparecían dos fotos que a mi mejor amigo le parecieron muy significativas y definitorias de la situación por la que atraviesan los dos países a los que hacían referencia. En la primera se reproducían las celebraciones del XXV aniversario de la caída del muro de Berlín y la reunificación de Alemania; en la segunda, por el contrario, aparecían dos españoles (de momento) catalanes enarbolando la señera independentista camino de las urnas, celebrando lo que puede suponer su segregación de la nación más antigua de Europa.
Esta circunstancia le llevó a mi mejor amigo a hacer algunas reflexiones y lo primero que se le vino a la cabeza fue aquel viejo proverbio de La unión hace la fuerza, que tienen tan bien asumido, dejando las ideologías y las peculiaridades de sus habitantes aparte, la inmensa mayoría de los norteamericanos, rusos, alemanes, franceses, británicos o, incluso, italianos; en esencia, junto a Japón y China, los países más ricos y poderosos. A diferencia de todos ellos, en España optamos cada equis tiempo por la división (que en ocasiones -mejor no recordarlo- ha acabado en confrontación) y consiguiente debilitamiento de nuestro Estado, y lo más triste es que no necesitamos a nadie de fuera que nos de ideas: sabemos hacerlo muy bien nosotros solitos.
Arropados en cualquier bandera y armados de valor y patrioterismo, nos lanzamos en masa detrás del primer voceador populista que nos regale un poco los oídos y nos haga sentir importantes, y somos capaces de defender nuestras posiciones hasta las últimas consecuencias sin atender a las razones del que hasta ese momento había sido nuestro compañero de viaje y con el que habíamos colaborado codo con codo en un objetivo común. Y dice mi mejor amigo que nadie le venga con la milonga de no sé qué alegatos o fundamentos históricos territoriales cuando en estos más de quinientos años estamos ya todos, si no simbiotizados, sí bien mezcladitos y entrelazados. Basta con echarle un vistazo a nuestro árbol genealógico a ver qué madrileño no tiene un abuelo gallego, o qué murciano uno andaluz, o qué catalán uno aragonés, o qué vasco uno castellano o extremeño,… y así sucesivamente o viceversa.
Pero el político de turno, normalmente con el soporte de la prensa afín, sabe muy bien cómo manejar este estado de la cuestión entre sus abnegados prosélitos para hacerse sentir guía espiritual e imprescindible, y para defender su poltrona, aunque con los años llegue a descubrirse que la esté empleando para lucrarse a costa de lo público, se llame Luis, Pepiño, Jordi (alias el ex “molt honorable”), Manuel o José Antonio por citar algunos nombres.
Y pensando y pensando, mi mejor amigo, algo irritado, me comenta que si no sería mejor mandar a toda esta caterva de vocingleros de boquita de piñón (defiendan la ideología que defiendan), que manejan nuestro erario común y viven, y muy bien, de él, a tomar por salva sea la parte y seleccionar y elegir con pinzas a unos buenos gestores profesionales que administren de forma justa y equilibrada las cuentas públicas, debidamente inspeccionados, para poder salir de este agujero económico cada vez más negro en el que aquéllos nos han metido. Al menos podríamos (que no Podemos) intentarlo.
Pero mi mejor amigo va más allá, y dice que si hace falta cambiar el nombre a nuestro hogar común, pues lo cambiamos. Según están las cosas ahora quizás podríamos llamarlo Espalunya o Cataspaña, o, mejor aún, convocar en congreso a nuestros mejores filólogos y elaborar un nombre con las iniciales de cada una de nuestras autonomías para evitar celos entre ellas. Y, en la misma línea, convocar también en otro congreso a los mejores músicos para que compongan un himno en el que se combinen de forma equilibrada aires de jota, muñeira, sardana, isa, aurresku y fandango.
Y concluye recordándome la afirmación de Angela Merkel en la que dice que a Alemania, la que celebra su reunificación en la primera foto citada, no la hacen fuerte los dieciséis länder o estados que la componen, sino los ochenta millones de alemanes que viven en ellos.
Dejo, pues, aquí estas reflexiones de mi mejor amigo con la duda existencialista sobre nuestro país de si esto que estamos viviendo será el final del principio o el principio del final.
Fuente: http://www.eladelantado.com/