POR JOSÉ MARÍA FIDALGO SÁNCHEZ, CRONISTA OFICIAL DE COLUNGA (ASTURIAS)
Covadonga, su gruta, su Virgen, su paisaje y su entorno de arbolado y piedra son, en estampa de flash fotográfico, la síntesis de Asturias y del sentimiento vivencial de la asturianía.
Estuve días atrás, en mi tradicional visita mensual, contemplando Covadonga.- Una Covadonga repleta de visitantes, creyentes o no, que iban con su vela de promesa para encenderla y depositarla, ya encendida, a la entrada de la Gruta.
Después, en fila lenta y ordenada, se acercaban a la Virgen, rezaban una oración o, simplemente, pasaban de largo.
Pero pasaban ante ella con devoción y respeto.
Me sorprendió lo que vi y me sorprendió el comportamiento mariano de esa multitud visitante.
Yo, cristiano viejo, también le pedí alguna «cosilla» a nuestra Santina, pequeña y galana. Y también encendí mi vela en recuerdo de mis amigos monterrubianos (de Monterrubio de la Serena) que celebraban su gran día de hermandad.
Después, ya en el retorno, Cangas de Onís con su puente romano, su historia de «primera ciudad capital del reino de España», su enorme afluencia de turistas, su modernidad acogedora para el visitante.
Y así, como quien no quiere la cosa, recordé una vieja receta de una «ya mayor» y buena amiga, que ella titulaba como SUSPIROS DE COVADONGA.
No, no eran «ayes» ni lamentos, ni rezos en silencio conventual y «monjil».
Eran, ni más ni menos, una exquisita dulcería.
Los hacía así:
Calentaba, para reblandecerla con textura de pomada, 250 g de mantequilla muy fresca y, batiéndola de continuo y con suavidad, le añadía la misma cantidad (250 g) de azúcar hasta conseguir una mezcla cremosa.
Seguidamente agregaba dos o tres claras de huevo sin batir previamente e incorporaba lentamente harina (casi medio kilo abundante), mezclando todo con suavidad amasando con las manos. Con esta masa formaba «bolitas» del tamaño de una nuez grande; las disponía, un poco aplastadas con la mano, en una bandeja engrasada con mantequilla, y las horneaba a calor medio. Ya en su punto, sacaba los suspiros y adornaba con un espolvoreo de azúcar.
Se me ocurre un consejo final.
Si se deciden a elaborar estos suspiros enciendan una «velina» a la Santa para que bendiga la masa y, mientras hornea, canten aquello de:
«Bendita la Reina
de nuestra montaña.
Que tiene por trono
la cuna de España…»