CUENTO DE “LA AVUTARDA Y LA GAVIOTA”
May 29 2014

POR MIGUEL GALLEGO, CRONISTA OFICIAL DE SAN JAVIER (MURCIA)

gaviota m

Hace unos años, mi amigo y compañero Manuel de la Peña Rodríguez-Martín, Cronista de la Ciudad de Getafe (Madrid) y miembro destacado de nuestra vieja Asociación Española de Cronistas Oficiales venía a veranear a La Manga del Mar Menor y con ese motivo tenía la gentileza de venir a visitarme con su mujer, una encantadora dama, y nos tomábamos unos granizados en la Glorieta de San Javier. Nos tuvimos gran afecto e intercambiábamos nuestras cosas, su producción, más que fluida, era superabundante, me encantaba leerle, tanto le querían en Getafe que le pusieron su nombre a una plaza, incluso con sus brillantes crónicas se ganó a los aviadores militares y éstos le concedieron la Medalla al Mérito Aeronáutico.

avutarda volando
Un buen día, me dio la agradable sorpresa de enviarme este cuento que tanto me gustó y lo divulgué enviando fotocopias a mis amigos, y lo guardo como oro en paño. Y ahora, que nuestra Real Asociación cuenta con más medios, lo doy a la luz, recordándole con cariño, y deseando, esté disfrutando del lugar luminoso que se ganó a pulso. “Era un hombre bueno”.

Este es el cuento de Manuel de la Peña:

LA AVUTARDA Y LA GAVIOTA

Cuento de  Manuel de la Peña Rodríguez- Martín. Cronista oficial de Getafe (Madrid).

A mi amigo Miguel Gallego, Cronista Oficial de San Javier

La inmensa bóveda del cielo, luminosa y transparente, que a veces aparece bordada con unas puntillas de nubes, era el espacio elegido por las aves para sus vuelos. En la vieja villa de Getafe, allá por el centro de la piel de toro, que más tarde se llamó España, levantaban el vuelo con torpes saltos las avutardas. Por la costa levantina, sobre el limpio espejo Mar Menor, entre otras muchas aves, airoso y majestuosas, planeaban las gaviotas.

El hombre, curioso y observador, asistía al hermoso espectáculo de tan arriesgados vuelos, soñando que alguna vez él se convertiría en pájaro y podría elevarse a las alturas para contemplar la enorme superficie de la tierra, de la que con tanto trabajo conseguía su sustento, arañando con el rudimentario arado su corteza o arponeando, con simples ramas puntiagudas, los peces del mar.

Era solo una cuestión de amor propio. Ellas, las aves, cazaban su sustento desde el aire. Y nunca les faltó alimento. Pajarillos, insectos, ratones y conejos o las sobras de las fieras, eran los platos preferidos de las terrenas peces de distintos tamaños consistían el manjar de las acuáticas.

Y lo grande del caso es que el hombre, dándole vueltas a ingenio, intentaba una y otra vez alzarse al cielo. Dicen que un tal Leonardo de Vinci, allá por el Renacimiento italiano, inventó un pesado artilugio, con el que logró dar algún que otro salto.

Al final del siglo XVIII fue un inglés, Cayley, quien hizo estudios científicos sobre los vuelos, Pero quien logró planear sobre el espacio por primera vez en la historia, fue el alemán Lilienthal. Y quienes lograron elevarse desde la tierra al cielo los hermanos Wrigth en Kitt Hawk, de Carolina del Norte, a principios del siglo XX.

Pero con tantas explicaciones hemos dejado a nuestras protagonistas fuera del cuento. La avutarda de Getafe seguía el curso de la historia ajena a lo que se avecinaba. Y algo parecido le ocurría a la afilada gaviota del Mar Menor.

Allá en Getafe, muy cerca del Cerro de los Ángeles, un francés, el intrépido Vedrínes, en la primavera del año 1911, espantó con su rudimentario aparato a la pobre avutarda y la cosa no quedó ahí. Primeo fue una escuela de pilotos, mas tarde talleres, fábricas de hélices y una inmensa factoría donde se construían aviones de todo tipo, hizo que su cielo fuera cruzado diariamente de Norte a Sur y de Este a Oeste.

Los experimentos para lograr las alturas y hollar los espacios fueron permanentes. Juan de la Cierva con sus autogiros. Manuel Bada con sus aviones y Amalio Díaz con sus hélices y otro mas de los que no me acuerdo, fueron los causantes de aquellas locas aventuras.

Pero un día del caluroso verano de 1922 el popular aviador Lecea, en sus vuelos de prácticas vio como una avutarda volaba torpemente en paralelo con su aparato, viniéndole la idea de darla caza. Y de inmediato elevó su avión e inició la persecución de la hermosa ave. No fue fácil abatirla. Cansada y rendida llevó al entonces joven, teniente Lecea hasta las proximidades de una charca existente en la población de Parla a unos diez kilómetros de Getafe, sin que pudiera lograr su objetivo.

Pero el gusanillo de la caza había hecho mella en los pensamientos del piloto, quien al otro día intentó la hazaña logrando abatir a una de las aves hermanas que cansada e incapaz de dar unos aletazos mas, quedó postrada en el suelo sin hacer nada por salvarse, mientras que el cazador aterrizaba a unos metros de ella consiguiendo su trofeo.

Desde entonces se levantó la veda de la caza de la avutarda, siendo uno de los retos a los que cualquier aviador que se preciara no se resistía. Y nuestra avutarda cansada por las continuas correrías a que era sometida, un día muy de temprano inició una loca emigración hacía lugares más tranquilos.

Volando y volando, posándose aquí y allá, quedó deslumbrada con una impresionante luz anaranjada. Era acristalada reflejaba la luz del sol poniente. Absorta con la fantástica escena casi se da de pico con una pequeña criatura, blanca con manchas negras en .los extremos de sus alas. Era la gaviota del Mar Menor que dibujando elipses en el. Cielo, estaba atenta a que un pez descubriera su situación para, en rápido picado, alcanzarlo en fracciones de segundo.

Aquella extraña pareja: grande, desgarbada y multicolor la primera, y fuselada de un blanco purísimo, la segunda, lograron intimar, caso raro en especies tan distintas. Contáronse sus cuitas y ante el acoso que tan patéticamente describió la avutarda, la gaviota y varias de sus amigas, la facilitaron acomodo en los arenales que formando una línea casi recta orientada hacia el norte, limitaba aquel transparente espejo en el mar verdadero.

Una mañana, muy temprano, la avutarda creyó oír un ruido al que estaba acostumbrada. Primero era lejano, pero pronto le resultó familiar. Era el runruneo clásico y monótono de un “Nieuport”; como el de Lecea. Y de pronto unos estampidos que atronaban el espacio. Era uno de los alumnos de la escuela de bombarderos de San Javier haciendo prácticas sobre la isla Perdiguera.

Y quiso el sino que, sin apercibirse de lo que aquello suponía, nuestra avutarda getafense se acercó a la isla para averiguar lo que allí ocurría. Acunada en la arena presenciaba las evoluciones del aparato cuando un silbido imponente se llegaba hacia ella. No sintió nada más. La explosión del artefacto la destrozó.

Las gaviotas, que le proporcionaron compañía y aposento, no salían de su asombro. En unas limpias maniobras, en vuelos rasantes, fueron recogiendo los esparcidos restos depositándolos sobre el espejo del Mar Menor.

Y dicen algunos veraneantes, que, aun ahora, suelen verse plumas brillantes, pardas y anaranjadas, flotando en el atardecer de aquellas aguas. ¿Serán las de la avutarda?

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