POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)

Camino del Archivo Histórico Municipal del Real Sitio, buscando información que documentase la ignorancia del que suscribe, tropecé con una enorme escalera en mitad de la calle de la Reina.
En su cima, Félix y Chema, trabajadores municipales, se afanaban en colgar banderines y reponer bombillas. Entre bromas e improperios futbolísticos, caí en la cuenta de lo próximas que están las fiestas patronales San Luis.
Ya en el archivo, repletas las manos de ese polvo inmemorial que no hay forma humana de limpiar -como bien saben aquellos que frecuentan tan maravillosos lugares-, mientras leía acta tras acta, mi cabeza, sin embargo, iba, año tras año, rememorando las fiestas de mi Paraíso.
No sé si es por la edad que uno ya va teniendo o por este honor de ser Cronista, que trato de buscar siempre la esencia de lo que vivo, el principio de todas las cosas, que diría Tolkien. Y en lo que se refiere a las fiestas del Real Sitio, las fiestas de San Luis, la cosa está clara: fiestas, lo que se dice fiestas, las ha habido prácticamente desde que el Real Sitio existe. Las jornadas regias eran una sucesión de celebraciones para la familia real y sus cortesanos.
Ahora bien, en lo que se refiere a las fiestas populares, no tanto. La primera referencia documental se encuentra en el año 1876, recién coronado Alfonso XII, momento en el que se solemnizó el día de San Luis, 25 de agosto, con las treinta y seis fuentes corriendo sus juegos de aguas, una recepción en Palacio y comida oficial. En 1881 se amplió el festejo con una corrida de toros y, encierro de novillos, dos de los cuales tomaron las de Villadiego, provocando el estupor en la población. En 1888, la cuadrilla del Lagartija toreó en las fiestas de San Luis y un espectador resultó gravemente herido. Teatro, juegos de agua y concierto en el salón del Casino completaron los ya tres días de festejos.
En 1891 las fiestas tenían una estructura reconocible: duraron del 22 al 29 de agosto; hubo dianas todos los días a cargo de la banda municipal; bailes en la pradera del hipódromo; corrida de toros a beneficio del hospital; teatro, cucañas, carreras de blases y de burros, para los más osados; juegos de aguas, carreras a caballo de cintas y velocípedos; partido de pelota, bailes en la plaza y música en palacio. Cerraban las fiestas la recordada fiesta de los juguetes, organizada por la infanta Isabel, que tenía como destino a los niños pobres del Real Sitio, unos doscientos cincuenta ese año.
Desde aquel entonces, las fiestas, día más o día menos, se mantuvieron en estructura, variando contenidos según la evolución social, política y económica del país. No fue hasta el año 1976 que sufrieron un significativo cambio: la aparición de las peñas.
Nacieron estas agrupaciones de vecinos con el fin de pasar la semana de fiestas en amistad y camaradería, modo de institucionalizar los grupos formados a lo largo del año. Entre las primeras peñas que se formaron cabe destacar Los Nécoras, La Ría, el Zoo, los Wilford, la Estrella Roja o el Garbanzo. La idiosincrasia de las fiestas cambió profundamente, capitalizada la acción en estas agrupaciones, cuya presencia en la organización de los festejos se hizo notar bien pronto. Entre las grandes aportaciones de las peñas, sin duda, la tradicional judiada, ideada por las heroínas de la peña el Garbanzo, constituida por matrimonios que tenían en común trabajar en la fábrica de vidrio de Saint Gobain; tampoco queda atrás la Travesía del Mar, creada por la incombustible peña de La Berza, integrada en su mayoría por veraneantes, uno de los tesoros pocas veces reconocido del Real Sitio.
En el lado oscuro, su paulatina transformación en sociedades de santos bebedores, aislados cada día más de la finalidad para la que nacieron, embutidos en ferruginosos locales y tan difícilmente visibles durante las fiestas como el chupacabras por el pinar.
Y eso es lo que echo en falta cada año: la dinamización festiva de las peñas. Aún recuerdo la bajada de las fuentes el día de San Luis, todos empapados, cantando el ´Son de Caballé´ o la algarabía frenética de la preparación de la judiada, entre cocineros y peñistas, cebollas y picadillos. Y huevos fritos regados con limonada. Todos con gafas de colores y ´perritos pilotos´ llenos de alboroto, montados en lustrosas carrozas y bailando en los bares más que en la plaza.
Me gustaría volver a esas fiestas de San Luis, donde las peñas eran el alma de la fiesta, rompiendo la tradición histórica de la rectitud institucional en la celebración anual; cuando la música y las risas llenaban las calles y los karts cubrían mi calle de ese atractivamente despreciable olor a gasolina. Cuando la gente estaba en el pueblo y no encerrada entre paredes de chapa y oraciones alcohólicas.
Claro que puede ser que, como siempre me recuerdan Chema y Pepo en el Rey de Copas, me hago mayor, que leo demasiados papeles viejos. Por supuesto, se equivocan. No creo que cualquier tiempo pasado sea mejor. Sólo quiero que mis hijos disfruten de lo que era perfecto. Que las fiestas vuelvan a su origen. Y que nos dejen volver a preparar las judías, oiga.
Al fin y al cabo, se trata de eso. De festejar. De comer. De bailar. Y de descansar acabando molido.
Fuente: http://www.eladelantado.com/