POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO
Viviendo en el Paraíso, encuentra uno pequeños tesoros con tal frecuencia, que le hacen sorprenderse con demasiada asiduidad. A principios de este año, tuve la suerte de participar en una visita de investigación al Palacio Real con un nutrido grupo interdisciplinar de colegas de la Facultad de Geografía e Historia de la UNED.
Durante más de cuatro horas fuimos recorriendo pasillos, buhardillas, almacenes, habitaciones, habitáculos, dormitorios, escaleras, escalinatas, torres, salones… Una inmensidad entristecida por la falta de habitantes, perdido ya su uso como alojamiento, y de visitantes, imposibilitado por la falta secular de recursos. Entre torre y pasillo, explicación y debate, cruzamos una pequeña estancia de orientación difusa para un servidor, un tanto perdido por aquel galimatías laberíntico, que me dejó ciertamente impactado.
Allí, frente a mí, bañado por el cetrino sol de enero, descansaba un aula de primera enseñanza perfectamente conservado: desde los pupitres de madera, seguramente de pino de Valsaín, al majestuoso ábaco, pasando por las pizarras y las estelas educativas. De la España sin autonomías a las variedades de aves insectívoras ibéricas, pasando por una Europa física donde lucían más los Cárpatos, quizás por la lejanía, que los Alpes. Presidida por la mesa del Maestro, el aula conservaba hasta la ferruginosa estufa de leña sobre lecho de cobre. Ante mi cara de asombro, nuestro querido y admirado guía nos explicó que se trataba del aula que en su momento estuvo en la Casa de Oficios, en tiempos de la II República. Aunque la visita continuó y otros rincones palaciegos me asombraron, nada pudo superar, desde aquel momento, el impacto que aquella clase había provocado en mí. Fue salir del Palacio Real y ponerme a trasegar en los archivos, vivos y muertos, buscando el origen de aquella fantasmagórica aula.
En efecto, durante más de una década, la escuela de primera enseñanza de La Granja se ubicó en la Casa de Oficios. Sin embargo, antes experimentó otras direcciones. La más antigua fue una parte indeterminada de las Casas Consistoriales, en el siglo XIX, casi con seguridad, donde estuvo en tiempos la biblioteca pública y hoy reside el juzgado. A principios del siglo XX, la enseñanza pública -que en el Real Sitio siempre hubo espacio para la enseñanza privada- se trasladó a la esquina de la Calle del Padre Claret. Allí ejercieron como Maestros Doña Carmen Arriaga, familia de mi querida amiga, la Dra. Rosa Almoguera, y José Costa, cuyo nombre preside una de las calles de aquellas escuelas, justo donde nació el que suscribe hace muy pocos años. Más tarde, se trasladó la educación a la Casa de Oficios. Allí enseñaban, educaban y repasaban a los estudiantes D. Raimundo, D. José Esteban -hermano que fue de Severiano Esteban, teniente de la Guardia Civil y Alcalde del Real Sitio al acabar la Guerra Civil-, D. Cesáreo y D. Antonio García Aragoneses, quien cometió el error de casarse con una chica del Real Sitio, pasando, desde entonces, a llamarse D. Antonio ´Redondín´.
De la Casa de Oficios se pasó a las nuevas escuelas de la plaza del Matadero a mediados de los años cuarenta. Allí, con el paso del tiempo, hasta este humilde Cronista hubo de cumplir con los años de formación básica. Entre la dulzura de Dª. Fuencisla y Dª. Celes, la seriedad de Dª. Rosario y Dª. Valen, la socarronería de D. Tiburcio y los pescozones de D. Alberto, transcurrieron mis primeros años de instrucción. Años de pupitres de madera, estufas de leña y Maestros de nombres míticos: Priscilo, Elicio, Tiburcio, Romualdo… En los años ochenta, tras décadas de esfuerzo municipal, el Alcalde Luis Erik Clavería consiguió inaugurar un nuevo complejo educativo, el CEIP Agapito Marazuela, donde ya no tuvieron cabida los pupitres de pino, tornados en mesas metálicas funcionales acompañadas de ordenadores de educación impersonal.
Quizás porque allí estudian ahora mis hijos, pensé que mi padre, su abuelo, y todos los que en aquellos pupitres de madera alguna vez sentaron su ignorancia frente a un heroico maestro de la enseñanza pública, querrían recordar esos años de rodillas despellejadas y reglas de pino; mostrar a sus nietos en qué modo todo pasa y todo sigue igual.
Con la ayuda del Excmo. Ayuntamiento, la comprensión e incondicional colaboración de Patrimonio Nacional, de su Presidente y su Consejera Gerente, de la UNED y la colaboración desinteresada de los trabajadores municipales y los miembros del CIGCE, el próximo día 6 de agosto expondremos el aula en la Casa de la Cultura, frente a las viejas escuelas de la Plaza del Matadero, con el deseo de que cuantos puedan, vayan a visitar este retazo congelado de la historia mínima del Real Sitio.
A menudo lo mínimo, en verdad, resulta ser inmenso.
Fuente: http://www.eladelantado.com/